La ley de igualdad real, ¡fabuloso!, número igualitario de diputados y diputadas, ¡mejor!, igualdad de alcaldes y alcaldesas, ¡ni se diga!, mismo salario, ¡genial!, y enumere usted lo que se le venga a la cabeza.
El equilibrio perfecto, somos iguales ante todo, todas y todos.
Pero sí, el lado huero del asunto, donde los géneros no cuentan, donde no somos iguales, donde se pierde la idoneidad: las lágrimas de Maureen Ballestero (que de paso me recuerdan a la que manda para la mierda a medio mundo, pero después llora piadosa en los medios), sus fotos y videos tan publicitados coadyuvan (aunque usted no lo crea) en la compasión, en la manipulación de un mundo macho, por no decir rubio de corazón.
Ya hemos oído criterios: qué fortaleza, qué entereza, lo que es la vergüenza interior, que pague y vámonos, borrón y cuenta nueva, obviando que ella misma desarrolló el proyecto de ley que ahora la condena (esperemos). Vimos a sus compañeros de Congreso palmeándole el hombro, pero nadie dijo… “qué olvidadiza” por lo de la votación en Liberia, perdón… por lo del pasaporte.
Así se pierde toda compostura. Tomemos en serio el cuento del género para que no solo sea cuento. No seamos procaces. Hay demasiada experiencia histórica para la interpretación de las lágrimas; a otras y otros con ese melodrama manipulador. Eso no se vale, doña Maureen. “Lágrimas de cocodrilo” al olvido, y eso sí… el pasaporte en el bolso.