Es difícil “ponernos en los zapatos del otro”. Aún más lo es, cuando ese otro, se encuentra desprovisto la mayor parte del tiempo, de aquello que consideramos cotidiano y esencial para nuestro diario vivir, como el alimento, el refugio, un ambiente seguro y el calor y cariño fraternal. La pobreza y la miseria nos resultan difíciles de asir intelectualmente. Y mucho más aún en un nivel más profundo, que nos permita atisbar, siquiera, lo que implica en carne y espíritu el hallarse en la carencia perpetua de lo básico. El vivir en una constante lucha por sobrevivir el día a día. El ceder lentamente ante la ansiedad, la depresión, la incertidumbre, que carcomen poco a poco el alma y la dignidad, sembrando la desesperanza y el desconsuelo. En fin, resulta dificultoso, sino es que imposible, el imaginar lo que es el transitar apresuradamente hacia una muerte prematura, en una matriz social poco amigable, en la cual mi valía como ser humano se ve invisibilizada por una lógica/visión de mundo despiadada, en la cual no hay lugar para el altruismo, la compasión, la solidaridad y el sacrificio por el prójimo. Es difícil ponernos en los zapatos del otro. Es aún más difícil actuar consecuentemente, a partir de aquello que la empatía y nuestro conocimiento intelectual nos permitan comprender de la situación de ese otro, para formular e impulsar nuevas y más humanas maneras, de concebir y realizar nuestra estadía planetaria.
¿Cómo imaginar lo que se siente el hundirse en la anomia, la alienación, el sufrimiento y la desesperación, ante una cultura y civilización indiferente, hostil y enajenante? ¿Cómo suponer la amplitud y reverberación de la derrota interna sufrida, al sentirse engullido por tan deshumanizado “progreso”? Avance ilusorio, en el que está bien que unos cuantos queden tirados al lado del camino o incluso arrollados por las ruedas de la maquinaria puesta en curso por el mismo progreso, con tal de alcanzar ciertos indicadores y estándares económicos, que no reflejan en lo más mínimo a la realidad y que en su abstracción han perdido de vista lo esencial.
Sí hemos de reconocer, tristemente, que dicha cultura y civilización, en su propensión necia hacia la explotación, la acumulación, el consumo y el despilfarro, ha perdido toda noción de responsabilidad así como su capacidad contextualizadora y globalizadora. Ciertamente, el sociólogo Edgar Morin ha argumentado lo anterior, con base en la proliferación de la ultraespecialización en la ciencia, la compartimentación del conocimiento y la burocratización en lo político e institucional. Pero cuando un sistema socioeconómico se vuelca amenazantemente sobre aquellos que lo conforman y que idealmente deberían verse beneficiados por él; creando condiciones de incertidumbre e impredictibilidad que a su vez aumentan la incidencia de distintas afecciones de la salud, estamos frente a una aberración del máximo orden en términos de la ética y la moral. Estamos ante un episodio de decadencia espiritual. Lo anterior ha sido expuesto con gran lucidez por el Dr. Quirce Balma. Cuando alcanzamos el punto en que se torna posible instaurar un programa de globalización de una economía maligna, que se nutre de la desigualdad y la explotación, para perpetuarse en beneficio de unos pocos y en detrimento de otros muchos, algo, ciertamente, no anda bien. No podemos justificar la explotación y el condenar a la pobreza a millones de seres humanos en aras del “progreso” económico, sin caer en una aberración en la ética y estética de las interrelaciones. La ética, nos recuerda Morin, es resistir a la crueldad del mundo. Y más necesaria aún resulta el promoverla, cuando dicha crueldad es producto del egoísmo, la codicia y la arrogancia desmedidos de un ser humano extraviado en sí mismo. Un ser humano perdido en los recovecos de su alma exhausta. Manipulado y degradado por una visión de mundo falsificada, que no logra desembocar en el establecimiento de las condiciones para un bienestar generalizado de toda la especie humana y su entorno natural.
¿Es el cambio hacia un mundo de más libertad y más comunidad una posibilidad realista? ¿Es acaso posible pasar de un sistema que nos lleva a guerras crónicas, injusticia social y desequilibrio ecológico a uno de paz, justicia social y balance ecológico? Es difícil ponerse en los zapatos del otro. Mas no resulta tan ardua dicha tarea cuando podemos reconocer lo “nuestro” que está inevitablemente en el “otro”, así como “aquello” del “otro” sin lo cual dejaríamos de ser, irremediablemente, “nosotros”. Podríamos entonces iniciar, quizás, a imaginar y concretar los cambios en la estructura socioeconómica y en nuestra propia conciencia que harían una transformación de este tipo posible.