Las autoridades y ciudadanos que, de distintas maneras, han apoyado y justificado las acciones realizadas por oficiales del OIJ en contra de estudiantes, funcionarios y docentes de la Universidad de Costa Rica el pasado 12 de abril, han perdido de vista algo esencial.
Por más intensa y desafiante que sea la lucha contra las diferentes formas de delincuencia, tal esfuerzo no justifica, de ninguna manera, que autoridades policiales violen los derechos humanos, que procedan brutalmente contra la integridad física de quienes los cuestionan y que atropellen una institucionalidad que están obligadas a defender.
Cuando una sociedad empieza a aceptar estos “costos”, en procura de una seguridad que jamás será alcanzable por tales medios, sienta la base para que el deterioro progresivo de su democracia.
Si la persecución de un tráfico supuestamente corrupto justifica agredir a ciudadanos y ciudadanas inocentes, la diferencia esencial que debe existir entre autoridades y delincuentes deja, simplemente, de existir.
Lo más grave de los hechos ocurridos en la UCR no consistió únicamente en que se violó la autonomía universitaria, sino en que la policía supuestamente más preparada y profesional del país demostró que, en cualquier momento, puede extraviar complemente sus objetivos y volverse en contra de la sociedad costarricense –ahora fueron los universitarios, mañana pueden ser otros– y de sus instituciones.