En palabras de Stendhal, la civilización moderna ha desterrado la casualidad y sepultado lo imprevisto, es decir lo original, y ha conducido a extremas diferencias sociales.
El ámbito de la vida responsable de ese cambio es la educación. En Latinoamérica especialmente, la educación básica ha sido la principal formadora de los dos deshonrosos extremos de clases sociales, poderosos y siervos; y la máquina que produce esa educación, totalmente diferente para unos y otros, es el Estado, con el beneplácito y la alianza de las religiones mayoritarias.
Los dueños del poder, a través de generaciones, no importando las tendencias políticas de sus gobiernos, se han encargado de perpetuar y heredar su rango, naturalmente entre sus propias descendencias. Tampoco importa que un gobernante o jerarca se haya elevado desde su “piso de tierra” hasta las cumbres del poder; la regla se cumple, su nombre ligado al poder pasará a los suyos, que formarán nueva estirpe con gran potencial de acceso al botín del Estado, y por lo general con caudal necesario ¡de igual origen!, para comprar conciencias; aunque, no son los casos más frecuentes.
Entre sus miles de desaciertos y conveniencias, velan las castas gobernantes y paragobernantes, porque las clases sin recursos adquieran una formación básica de pésima calidad, ¡barata sí, pero pésima!; y lo hacen pensando en que las mayorías que deben frecuentarla estarán destinadas a ser trabajadores y asalariados de rangos inferiores, precisamente los que requiere el poder mismo para su mantenimiento y seguir ostentando sus jerarquías y beneficios estatales. Solo una clase trabajadora muy limitada en su formación paga sin reclamo importante el lujo y el derroche de la clase política.
Las familias dominantes disfrutan de otra educación, cara pero buena, ¡pueden pagarla! Donde se aprenden más verdades y otras muchas habilidades para heredar el trono del Estado de turno, o del próximo… ¡Gobiernos manipulados, en el sentido de que el ciclo continúe indefinidamente!
La formación estatal, carente de verdades plenas, atiborrada de proselitismo, de fanático e ignorante patrioterismo y de mentiras fundamentalistas; deficiente además de ciencia y de enseñanza para la vida, es mala bajo toda crítica. Funciona, primeramente, creando una enorme burocracia estatal y paraestatal, que por su adoctrinamiento será siempre una aliada incondicional del Estado y del gobierno; y formará peso y cuerpo cada cuatro años, el día en que la farsa electorera se encarga de rifar mediocridad y demagogia, para hacer flotar el ala inepta y corrupta del oficialismo. En segundo lugar, permite propalar la «benevolencia» del Estado, que se preocupa por la «malformación» de sus pueblos. Ni qué decir de la enorme cantidad de niños y adolescentes que se quedan por fuera o desertan, por no poder costearse ni siquiera esa “educación gratuita y obligatoria”, y cuyo futuro nos compromete a todos, menos a los políticos.
Tal tipo de «adiestramiento» estatal cumple un circuito dirigido en el sentido de la pobreza, la subyugación y el esclavismo de masas, pero del que se desprenden, como chispazos de un pedernal, aquellos «hijos del pueblo» que, a pesar de tener casi todo en su contra, llegan a superarse en la vida a por medio de su suerte, esfuerzo o talento, y logran colocarse, cabeza a cabeza, entre los que frecuentaron la formación privada de élite, que por lo general les facilita el camino al poder; camino pavimentado y dirigido hacia las jerarquías estatales, empresariales, sociales. Desde luego, tampoco son todos y no siempre sucede.
Por su parte, los “hijos de vecino” que no logran destellar en el pedernal de su formación mediocre, van a engrosar filas como profesionales sin nombre, los menos, pero los más afortunados; o como simples trabajadores de las bases, la gran mayoría, cuando no logran colarse en el fondo de una oscura burocracia, indolente y rezagada.
La odiosa diferencia de clases entre una «nobleza» vagabunda, vividora y oportunista, pero que avanza impasible de la mano de cada gobierno; y una clase rústica, pobre y ordinaria, que señalaba Stendhal en 1830, sigue estando más viva que nunca; y lo estará, mientras creamos en la necesidad de la existencia de ese ultraje que llaman Estado con su mafia política y nefastos gobiernos.
La formación estatista,
dirigida al fanatismo
y al feroz patrioterismo;
deformando sus virtudes
anula a las juventudes
y promueve su esclavismo.