En un mundo que se globaliza aceleradamente, la experiencia de frontera es constitutiva del nuevo sujeto cultural en construcción: una ciudadanía fronteriza.
Más allá de nuestros instintos migratorios como especie animal, la frontera, en este sentido, es una metáfora que designa a cualquier lugar donde se propicia el encuentro y el intercambio: espacio que potencia la interculturalidad, para contribuir a recrear mundos más amigables.
Es cierto que nuestros países centroamericanos constituyen una franja geopolíticamente estratégica para quienes anacrónicamente, a estas alturas del siglo XXI, continúan queriendo mantener el dominio y la hegemonía en nuestro continente.A esos intereses geopolíticos les sirve que se intensifique cierto tipo de conflictos entre países de esta región: “en río revuelto ganancia de pescadores”.
La tarea de fortalecer los lazos de convivencia pacífica y cooperación intrarregional, se vuelve aún más urgente y estratégica cuando sabemos que, amparados en la lucha contra el narcotráfico, esos añejos intereses, contando con el beneplácito de sus socios en nuestros países, buscan consolidar sus bases de poder en el continente. Nuestra lucha es contra un enemigo histórico: la pobreza y la inequidad.
Mal hacen los países con mayor protagonismo económico y político regional – particularmente quienes enarbolan la bandera de la patria grande y soberana- en no contribuir con más contundencia y decisión a que países pequeños y Estados débiles, como los centroamericanos, se sienten a la mesa del diálogo para dirimir sus conflictos. Igualmente, se requiere de una institucionalidad regional con poder y autoridad para salvaguardar la paz y la democracia. Coadyuvar efectivamente a la solución pacífica de conflictos, resulta también particularmente estratégico en países donde una nueva ciudadanía política está emergiendo con fuerza y apostando por la reconstrucción democrática con justicia y equidad.
Las fronteras deben convertirse en trincheras de paz, justicia y solidaridad para superar, de esta manera, su condición de cordones de miseria y abandono. Aunque también, hay que reconocerlo, sus habitantes nos dan lecciones de convivencia pacífica y amigable, generando redes solidarias de intercambio, a diferencia de buena parte de los gobiernos movidos por intereses mezquinos y cortoplacistas, las más de las veces, mediados por el cálculo electoral y económico.
El conflicto que estamos viviendo con Nicaragua muestra el poco empeño que hemos tenido para actuar proactivamente, definiendo con claridad y legalidad nuestros límites territoriales, pero ante todo diseñando políticas y estrategias comunes que propicien el bienestar de las zonas fronterizas como polos de desarrollo humano sostenible. En este campo, es fundamental contar con políticas de estado bien definidas, por parte de todos los países de la región, para evitar que los gobiernos de turno saquen provecho coyuntural de este tipo de conflictos.
El gran desafío para nuestros pueblos centroamericanos -y para todos los pueblos del mundo- es aprender a convivir como ciudadanos fronterizos e interculturales, para reconstruir la “aldea global” con justicia y equidad.