Esa fue la primera palabra que vino a mi mente al ver la película de Darren Aronofsky, El cisne negro. Pues literal es la interpretación que Nina (la protagonista) hace de El lago de los cisnes; donde se funden dos personajes en una sola bailarina, en tanto ella se escinde y se parte, como la figura de la caja de música, como ella misma en ese sueño que es su realidad.
Nina es literal y, por ello, se ajusta «al pie de la letra» a la técnica del ballet; por eso se la llama rígida, frígida; perfecta en sus formas pero carente de pasión. Ella se inmola, se flagela, en pos de la perfección; pero ese autosacrificio es innecesario; al igual que el sacrificio que hizo su madre al dejar su carrera de bailarina. ¡Dios nos proteja de las madres sacrificadas!
El manejo de la cámara desde el inicio del film, nos lleva a observar el mundo desde la mirada de Nina. Por ello, vamos de un lado a otro sin poder distinguir entre la realidad y la fantasía; entre la vida y el sueño, como un Segismundo moderno. Pero, a diferencia del teatro clásico español, la película de Aronofsky nos lleva poco a poco al borde de la locura… para poder observar, desde allí, ya liberados por la cámara de esa identificación con Nina, su derrumbamiento, su inmolación, su sacrificio, literal, en escena.
Natalie Portman… sencillamente magistral. Merecidos todos los premios que ha recibido. Y no podemos ignorar el excelente soporte de actores consagrados y noveles que le dan a la película una gran fortaleza: Barbara Hershey, Vincent Cassel, Winona Ryder y Mila Kunis. Todos nos llevan de la mano por esa puesta en escena o puesta en acto de la locura; de la cual solo nosotros somos los horrorizados testigos.