Nace en el 470 a.C. y muere en el 399. Es decir, vive el esplendor de la Atenas de Pericles, el despliegue de la tragedia de Sófocles, de Esquilo y de Eurípides. ¿Cómo explicar la Atenas del siglo V antes de Cristo sin la intervención divina? Sócrates vive bajo el sol de una ciudad luminosa, una suerte de espacio sagrado donde los dioses decidieron por los hombres: poesía, arquitectura, arte, música y pensamiento, todo reunido en el mismo tiempo y en un único lugar. Los ojos de Occidente quedan detenidos allí. Comienzo absoluto para la política, para la ética, para el teatro; para Hegel, para Nietzsche, para Heidegger.
Sócrates es el comienzo filosófico, la fundación, la primera cara visible de tanta virtud creadora. Sócrates enlazado a Platón, maestro y discípulo en el comienzo de la filosofía como hacer literario. Un enlace amoroso que se vuelve diálogo, donde Sócrates es el nombre con el que Platón escribe su propio pensamiento en cada uno de sus libros.
Entonces se multiplica: ya no es solo un hombre sino la razón para una cofradía que lo rodea, un maestro que enseña tanto con su palabra como con su muerte. Porque encima del cuerpo de Sócrates, en su vida y en su muerte, Atenas vive su decadencia –la guerra con Esparta–, su descenso desde un cielo creador, en caída libre hacia la estrechez de una tierra de sometimiento.
La muerte de Sócrates, apenas unos años después del fin de la guerra, es el comienzo de una búsqueda infructuosa, la que escribe Platón en sus diálogos: desconfiar del mundo sensible, tener que soportar el poder de los sofistas, ampararse en la ley humana como un modo degradado de lo divino, imaginar un ámbito de eternidad de acceso restringido. En definitiva, lo contingente de la política por encima de lo necesariamente justo perdido para siempre. La hybris de su muerte, el vacío que provoca, la injusticia de ser matado por aquello mismo que ama –la polis–, abre una fisura en el suelo de Atenas que la filosofía escrita pretenderá enmendar. Por ello Sócrates es la cara de una plenitud posible que, después de su muerte, queda cristalizada para siempre. Cristalizada en Atenas y cristalizada para toda la historia de la filosofía.
No es extraño que el mundo inmediatamente posterior al comienzo de nuestra era ponga los ojos sobre la figura de Sócrates y sobre aquellos que lo rodeaban en la Atenas clásica. Entre el siglo I y el III se escriben una serie de cartas ficcionales en las que se mezclan los preceptos filosóficos y la vida cotidiana con las intrigas políticas y personales.
CARTAS
Una costumbre entre los griegos del siglo IV a.C., pero redactadas como un ejercicio intelectual de aprehensión por el movimiento literario de la segunda sofística en el Imperio romano. Es el reconocimiento de Sócrates y los socráticos en pleno helenismo, la afirmación de Atenas como faro del pensamiento y de la retórica. La editorial Miluno, en su propuesta de editar obras poco conocidas de autores importantes, acaba de publicar estas cartas (Cartas. Sócrates y los socráticos, 2012) –que por primera vez se traducen de forma completa al español– con un excelente y necesario estudio introductorio de Claudia Mársico, investigadora, profesora de filosofía antigua en la UBA y, en esta ocasión, traductora de las cartas. “Era usual que se compusieran cartas ficticias a la manera de ejercicios de recreación de las relaciones entre personajes famosos”, escribe en su ensayo preliminar para luego aclarar el lugar que ocupaban por entonces: “En este sentido, el papel que la novela histórica ocupa en nuestros días, así como las biografías –oficiales y no oficiales– de gente famosa en los ámbitos más variados, era asumido en la antigüedad griega por las cartas”.
Es decir, ficción y verdad fraguadas de modo tal que la distancia entre una y otra no sea evidente. Entonces la ficción amplía aún más la verdad de los hechos históricos, los explica, y no hay modo de reconocer, sin un análisis erudito y minucioso, qué es auténtico y qué lo inventado. Hay intrigas personales entre quienes seguían a Sócrates, celos, anécdotas, toma de posiciones teóricas respecto de su filosofía, todo un ámbito vital que va más allá del Sócrates que más conocemos, el escrito por Platón en sus diálogos.
Incluso en estas cartas, siguiendo el análisis de Mársico, podemos encontrar la necesidad de ciertos condiscípulos de construir un contrarrelato al elaborado por Platón. Jenofonte, como falso autor de la carta, intenta derribar con mucha sutileza los diálogos escritos por aquél: “Ahora me llegó un escrito de ese estilo de Platón, donde estaba el nombre de Sócrates y un diálogo con algunos de corte argumentativo para nada mediocre (…) Nosotros no decimos que no hemos escuchado cosas por el estilo, sino que no podemos recordarlas”.
¿Tensión entre Platón y Jenofonte? Es posible. Los dos escribieron una Apología de Sócrates que retrata el momento del juicio y la iniquidad de su condena; los dos discípulos de un mismo maestro, tan potente su presencia, su pensamiento y el sentido filosófico de su muerte.
Sócrates no dejó escritos. Solo la memoria de quienes lo conocieron, de quienes estuvieron a su lado, puede dar cuenta de sus ideas. ¿Quién completa ese vacío? ¿Quién dice su pensamiento con pureza y sin traiciones? El conjunto de cartas atribuidas a Sócrates pone en letras lo que solo era una voz. Cuando le escribe a Arquelao, rey de Macedonia, no sin cierta prepotencia, para aclarar que él no es un sofista que cobra dinero sino “que comencé a dedicarme a filosofar por orden de la divinidad”. Dice no ser un parásito de bienes ajenos ni tampoco hacer filosofía a puertas cerradas, “como se cuenta de Pitágoras”; se define a sí mismo como un educador, un tábano que cumple con un deber patriótico. El final de la carta es terminante: “Estás escuchando ahora por segunda vez lo que tengo para decirte: no cambio mis cosas de aquí por las de allá, porque creo que son mejores”. Atenas es una conjugación existencial, eso le escribe, que él y su ciudad son la misma cosa. Entre quienes firman las cartas asignadas a los socráticos –aquellos que formaban el grupo de referencia de Sócrates–, la diversidad de posiciones filosóficas muestran la diversidad que es el pensamiento de Sócrates. ¿Quién es el heredero? ¿Un hedonista como Aristipo? ¿Un materialista austero como Antístenes? Las cartas entre ellos dan cuenta de la tensión teórica entre las distintas posiciones no sin ironía y burlas personales: “No es propio del filósofo estar junto a tiranos y entregarse a las mesas sicilianas, sino que debe vivir en su propio país y pretender autarquía”, escribe el austero. El hedonista responde: “Lávate y bebe en la fuente de los nueve caños y usa la misma túnica sucia en verano y en invierno, como conviene a un hombre libre y que vive en Atenas democráticamente”.
El estudio preliminar de Claudia Mársico traza un retrato biográfico e intelectual de cada uno de los socráticos que escriben estas cartas que, junto a las notas aclaratorias, permiten una comprensión transparente de sus contenidos. Sabemos entonces que posiblemente Sócrates se reunía con sus discípulos en una zapatería; o que Megara, la ciudad de Euclides, fue uno de los destinos elegidos por quienes debieron partir de Atenas luego de la muerte de Sócrates; o de la personalidad de Jantipa, su esposa, a quien Jenofonte define en Banquete como “la mujer más difícil de tratar de las que existen, existieron y existirán”.
Mársico resalta la importancia del diálogo como género filosófico de innovación, no solo para Platón, sino para los miembros del grupo: “Más de diez autores ligados al grupo de Sócrates compusieron en el lapso de unos veinticinco años unos trescientos diálogos que compartían el rasgo de colocar a Sócrates en el sitial del protagonista”.
De Sócrates sabemos de la mayéutica como método, de esa necesidad de aprender a pensar contra sí mismo como condición del saber; sabemos de su vocación política por la verdad y de la necesidad de asepsia material para pensar; sabemos que su actividad como filósofo fue indicada por el oráculo de Delfos y que la filosofía está más cerca de la ignorancia que de la totalidad de un saber: el “conócete a ti mismo” es más voluntad de vacío que de plenitud. Lo que sabemos de Sócrates lo sabemos por Jenofonte, por Aristófanes, por Platón, por Aristóteles, por relatos de relatos. Nunca por él mismo. Un silencio literario que otras literaturas filosóficas intentan completar. Por ello nos quedó de Sócrates su muerte, una suerte de cascada existencial que reemplaza su escritura. Sócrates es el que murió por la verdad, el que sostuvo su pensamiento a pesar de todo. La cicuta pretende ser un tratado de ética para quien sepa escucharlo. Entonces, en la lectura de las apologías, en Critón o en Fedón de Platón, cada vez que Sócrates acepta su destino en nombre de toda la polis, la filosofía parece estremecerse de tanta verdad.
Contra esta imagen sacrificial socrática arremete Nietzsche con su martillo y su dinamita, hasta convertirlo en un personaje filosófico tan necesario para su obra como lo es su Zaratustra. Habla de su fealdad (“Se sabe cuán feo fue. Mas la fealdad, de suyo una objeción, entre los griegos es poco menos que una refutación”); que fue un suicida; que fue “un payaso que se hizo tomar en serio”; que en sus manos y en las de otro como él, Eurípides, lo valeroso de la tragedia griega derivó en un asunto de interioridad ciudadana y argumentación. Dejó de ser arte para convertirse en metafísica. La obra de Nietzsche inaugura una visión crítica que buscará su permanencia en la filosofía posterior. Desde entonces Sócrates será visto con desconfianza, como el antecedente inaugural de todo sistema metafísico. Un extravío que, según Nietzsche, ha desplazado el valor de la vida en dirección a un más allá. O sea, el síntoma de una enfermedad: el de unir razón y moral y, con ello, hacer del pensamiento una actividad decadente. “Sócrates fue un mal entendido”, dice Nietzsche, una farsa que se perpetúa en cualquier moral correctiva, sea la cristiana o la de la ciencia moderna.
Sin embrago, Foucault vuelve a Sócrates a pesar del efecto Nietzsche en el siglo XX y de la fuerte influencia que este tiene en su obra. Un retorno necesario que se sostiene en la palabra verdadera como modo de subjetivación; ya no la verdad universal de la metafísica, sino la verdad sobre sí, en Sócrates con un fundamento profético y un sentido pedagógico. Como Diógenes el cínico, Sócrates es un parresiasta. Es decir, alguien cuyo decir veraz, su “hablar franco” no se detiene ante la presencia del poder. Por ello, afirma Foucault, el temor de Sócrates no es ante la muerte, sino ante la posibilidad de interrumpir su tarea. Verse a sí mismo de un modo inevitable y en tensión con las formas ofrecidas.
Tal vez la figura de Sócrates pueda pensarse como una necesidad vital del género filosófico. Cada época y cada filósofo compone su propio Sócrates. Algo así como una declaración de principios a partir de los cuales se sienta posición. Por ello, cada momento histórico ofrece los sonidos de su voz como parte de un canto polifónico más amplio.
En cierta medida la historia de la filosofía puede ser vista como un enorme epistolario en el que, como en estas cartas ficcionales, intentamos volver al comienzo. Hacer un curso sobre Sócrates y su muerte, como dice Foucault. No como un testamento, sino como una forma de seguir pensando.
Tomado de Ñ