Génesis y control de las mafias

Este artículo disecciona el fenómeno de las mafias desde Italia a Costa Rica, donde cada vez tienen más omnipresencia y se las encuentra revestidas

Este artículo disecciona el fenómeno de las mafias desde Italia a Costa Rica, donde cada vez tienen más omnipresencia y se las encuentra revestidas con máscaras tropicales e inimaginables.

Ya van a ser cincuenta años desde que mi mejor amigo de la adolescencia me invitó a visitar el galerón de su Partido para que “nos dieran el carné de la juventud”.

En un segundo piso del Manchester bar, en Guadalupe, estaban regalando artículos muy coquetos para los futuros votantes de nuestra patria. Obsequiaban banderitas de colores, pitos, viseras, pañoletas con la insignia del Partido, y botoncitos de lata con la efigie del candidato.

 

Yo –acostumbrado a ir con mis amigos hasta la fosa, pero jamás a enterrarme con ellos– subí las gradas con cierto miedo y vi, con no poca envidia, cómo mi compañero militante se llenaba de banderas, gorras y colgantes alusivos a las siguientes elecciones de 1966, en las que ninguno de los dos éramos comida de trompudo, pues no teníamos la edad cumplida, aunque ya podíamos hacer suficiente bulla, engatusar incautos hasta la urna (¿o trampa?) y repartir sánguches de mortadela al ritmo de “tengo las manos limpias”, “yo también voy con él”, “volvamos a la tierra” o cualquier vaina de esas que ahora no recuerdo.

Me amarré las ganas fetichistas y me resistí a firmar lista de adhesiones a cambio de chucherías. Pero, en febrero fue mucho más doloroso, porque no sólo no tenía cornetas, ni gorras, ni banderines, sino que tenía que ver a mis coetáneos desde la otra acera de la votación, pues yo no tenía ni edad, ni partido… Ni amigos con quien jugar a la política… Las mejores chiquillas correteaban el play con pantaloncitos verdiblancos y yo, más sólo que un lagarto bajo el tembeleque puente del Torres.

Así fue como me quedé sin Partido para siempre, y hoy, en la cuesta de los sesenta, pienso que no fue tan mala decisión.

En más de cuarenta años de bregar con el periodismo por todos los ámbitos que imaginar se pueda, alcancé a ver cómo aquellos prosélitos de carné (entonces no se les llamaba militantes) iban ascendiendo: de silla en silla, por la administración pública, o, de rango en rango, por las embajadas, o se balanceaban de estas a un ministerio, a una ong, a una consultoría, o pescaban su añorada curul de diputados. Vi cómo se construía eso que hoy denominan “la clase política”.

Figuraban a menudo en las páginas de los diarios, y hasta en la tele, pero yo –que los conocía– nunca había sospechado que fueran inteligentes, y por eso, más bien me admiraba su capacidad gatuna para aterrizar de pie aun cayendo de un sexto piso. Muchas veces lo que hacían era pegar banderas durante la campaña,  poner plata para los tragos o adular al candidato en las giras de provincia. Típica labor del partiquino, que no requiere mayor esfuerzo ni de muchas neuronas para cumplirla.

A un hermano de mi amigo, que cooperaba con en el partido mayoritario, un colega de la medicina le dijo que “¿por qué no se pasaba al PUSC, donde había menos gente y por ende menos candidatos para las vacantes?… Así tendría más oportunidad de ser ministro o diputado; pues si no, nunca iba a agarrar ni mierda…”. El joven desamparadeño –de puro ingenuo– le replicó que “le interesaba más la carrera de servicio médico que la trepadera de los sobagüevos”.

Aquel galeno escalador, que en solo veinte años fue diputado, regidor, ministro y gerente de instituciones autónomas, está hoy preso en La Reforma. Y no llegó a Presidente, porque lo desenmascaró la DEA, cierto  periodista de la vieja guardia o algún adversario de su calaña que también pretendía un jugoso a$¢enso. Y quien sabe si, llegando a Presidente, no lo encarcelan  también por pillo… Porque casos se han dado.

Cuando acudíamos a gestionar aquel emblemático cartoncito con foto, mi amigo y yo éramos los activistas más inquietos del cantón, del liceo y de cuanto movimiento voluntario se creara en los alrededores. Fundamos, y atendíamos en persona,  una biblioteca de servicio público, dirigíamos el periódico estudiantil, presidíamos el Club Cívico, animábamos una tertulia cultural con revista literaria y todo, izábamos todos los lunes la bandera y la arriábamos casi solos a las cinco de la tarde. (Yo tocaba el clarín, porque el trompetista casi nunca llegaba). Nos inscribimos en la banda del Cole, en la escolta, en el club de teatro, en el equipo de fútbol y en fin, dábamos nuestro aporte en todo lo que sirviera a la comunidad… La idea misma de obtener el carné era para seguir esa vocación de servicio, inculcada por padres y maestros que nos repetían hasta la saciedad lo que hicieron los sacrificados próceres de la República: Santamaría, don Juanito, don Braulio, don Bernardo, don Ricardo, don Otilio… Y todos los anónimos que dilapidaron tiempo, hacienda y vida  para servir a las causas de la nación.

Pero yo, en aquel galerón pintorreado –hace ya medio siglo– presentí que obtener la credencial no era condición segura para la prestación del servicio público y, por si las dudas, mejor me abstuve y me perdí por eso suculentas fiestas… Supongo que me perdí ampulosos carnavales, con champaña,  serpentinas y pitoretas.

Tiempo después, en el largo trecho de la vida, pude ver a los de la clase política envenenándose entre ellos, acuchillándose por la espalda para pescar una silla de mando y claro, predicando lo que no practicaban. Casi todos tenían bisagra en la nuca y muchos, hipócritas de profesión y con antecedentes penales, gastaban más rodillas que zapatos. No requerían gran talento para alcanzar los altos cargos, y más bien el cociente de inteligencia solía ser una desventaja y hasta un grave peligro contra su propia lactancia en la burocracia. Pasaron los años y la mediocridad se entronizó en casi todo el Estado. En el inefable Poder Judicial, a una magistrada la identifican como la 666, y no les voy a decir por qué;  pero, para que entiendan,  hay un diputado coimero al que le dicen el 667, porque la supera en atributos.

Lo inteligente en la clase política, en las instituciones del gobierno, no es ser iluminado, sino lo contrario: ser baboso pero disimulado. Ver para el otro lado y callar, cuando están sacrificando a alguien, y estar listo para sacrificarlo si es que algún jerarca lo pide o tan siquiera lo sueña. “Visión de oportunidad”, le llaman a eso los expertifs.

Así llegaron hasta la tele encorbatados de curul que estafan y extorsionan a trochemoche, gobernantes coimeros que no sienten vergüenza de salir a la calle, candidatos estafadores que viven de facturas falsas cargadas a la deuda política, diputadas con avioneta oficial en el parqueo de la casa, ministros y jueces con almuerzos y contratos pantagruélicos, cobradores de impuestos que no pagan los suyos y, en fin, toda una pacotilla de trepadores, cínicos y vividores que han hecho de la política un auténtico chiquero, pero también su modus vivendi.

La política –la que alguna vez imaginamos de púberes  como la herramienta ideal para prohijar el bien común, según Aristóteles la más noble de las  ocupaciones humanas– había sido convertida en un muladar, donde los politiqueros se atropellaban para rebuscar algo. Una concurrida pocilga a la que los ciudadanos nobles empezaron a negarse y en la que sus antípodas chupópteros, enquistados a pura maña, acabaron por desprestigiarse, por ser vistos como una argolla o talvez como mafia en ciernes.

La corrupción se ha ido tragando todo nuestro entorno y, como atmósfera de pestilencia, ha envuelto la vida diaria y barrido los cánones éticos y morales. Un examigo marxista, predicaba que “ella era inherente al capitalismo y que por eso había que aprovecharla, para beneficiarse y hacerle daño al sistema” (¡!), y en un simposio sobre la materia, en la Universidad de Costa Rica, en 2005, el catedrático Juan Marcos Rivero se dejó decir que “la administración de justicia es cara, atascada, inhumana y corrupta” y lo explicó con lujo de detalles (SU 19-5-05).  El licenciado Juan Diego Castro –por su parte– lleva décadas con el mismo dicho. No comprendo cómo sobrevive.

Ahora, frente a la pregunta de qué va a pasar con este país en tan triste ruta de descomposición, a mi lo que se me ocurre es compararlo con la Sicilia finisecular del XIX, la de Palizzolo, los Florio, los Siino, los Franca y los Noto, cuando la crisis económica, la ingobernabilidad y la fragmentación partidista desembocaron en múltiples intereses y sectas que se disputaban el pastel a sangre y fuego (allá eran los viñedos, los olivares y los limoneros) hasta armarse y corromperse absolutamente para tratar de seguir vivos.

Así empezó la mafia, término genérico para reconocer numerosas cosche o sectas, que se disputaban el poder en los diversos territorios de la isla italiana y algunas veces en el Quirinale. En Costa Rica, por las prebendas que se otorgan y los proteccionismos que estas generan, no sería extraño que estemos cebando un nuevo tipo de cosa nostra.

La mafia tiene como características que maneja un doble discurso y carece de escrúpulos; se hace llamar honorable y sustenta en los ritos del honor su brutal criminalidad; no tiene ideas políticas rectoras, solo tiene tácticas y su principal estrategia es el oportunismo. Cuando en un estado reina la estafa de la clase política (famiglia o secta con poder) surge la vendetta de las otras cosche o fascios, sobrevienen los fratuzzi (hermandad), se imponen el caos administrativo y la ley del Talión, aparecen las drogas y las armas, se vuelven necesarios los gabelloti que venden protección, lo ilícito parece normal y estamos entonces ante una sociedad en la que imperan los diversos círculos del crimen organizado.

No digo que estemos ya en esa etapa de madurez siciliana, pero el panorama es muy oscuro y el futuro pinta mafioso.

Lo único bueno de todo este cuento es que mi amigo –el militante de la gorrita– después de un par de campañas, de esas con millonaria deuda política, también rompió el cartoncito y ahora se dedica a cultivar lechugas hidropónicas.

Para mí es un gustazo, porque así seguirá siendo mi amigo; pero para la Patria que soñábamos juntos allá por el Torres, no veo nada bueno en que este cuadro se repita.

Y sobre todo, que se repita tanto.

La toma del poder

La palabra maffia se usó por vez primera en 1864 pero, la sociedad secreta dedicada al clientelismo, la extorsión, la vendetta, la rebusca del poder y el dinero, ya se había incubado en Sicilia desde principios de siglo, con familias (cosche o fascios) que intentaban lucrar o sobrevivir del crimen organizado.

Por muchas décadas se negó en todos los ámbitos su existencia como organización criminal, pero ya desde inicios del siglo operaban en Italia familias de bandoleros dedicadas a cobrar gabelas y lucrar con lo ilegal. La camorra de Nápoles, por ejemplo, es mucho más antigua que la mafia de Palermo, mas ocurrió que esta última devengó tanto poder y relieve –en la península y en el mundo– que hoy día su nombre es una de esas palabras internacionalizadas de la nación, como quien dice pizza, ciao, spaghetti, tano o cappuccino.

Pero el hecho de que en sus inicios se la desconociera o se la negara del todo, no era solo por influjo de los mafiosos, sino porque el fenómeno surgió como un reactivo social, espontáneo, fruto de la crisis, del caos económico y territorial, del desempleo, del desgobierno y no como planificación de los Corleonnjezzi.

Las famiglias mafiosas se organizaron para subsistir en una Sicilia hambrienta, dispersa, desgobernada. Vendieron seguridad a los jerarcas, compraron votantes campesinos, sobornaron, extorsionaron o cobraron venganzas, y tuvieron que armarse para repeler a los adversarios, y si bien asesinaron enemigos, estas cosche no juzgaban su quehacer como una conducta delictiva, sino más bien como revancha lógica y dignificante. De hecho, los capos de la “honorable sociedad” son reconocidos entre la secta como “hombres de honor”, porque reivindican ciertos valores tradicionales, como el machismo, la hombrada, la religión, el apellido o la cavallería rusticana, que volviera célebre y simbólica Pietro Mascagni en su ópera de 1890.

O sea, al inicio de los delitos mafiosos todo parece natural, un poco rudo, pero muy humano, y los líderes lo justifican con su doble moral y falta de escrúpulos. Una diputada que se siente ungida porque almuerza con el Presidente o porque le compra las tenis en Miami, no ve nada raro ni pecaminoso que en el patio de su casa descienda el helicóptero oficial para llevarla de weekend a Papagayo. ¿Por qué alguien va a alarmarse de que una viceministra tenga dos causas penales, dispare ¢12 millones en celular y cuelgue videos porno en Internet? Y menos que sea injusto exigir una propina cuantiosa por la licitación del  edificio escolar que, con su beneplácito, acaba de ser  construido en su cantón.

Todo parece normal. Pero claro, no lo es. La corrupción no es inherente al sistema capitalista, como piensan los mafiosos. Es un tumor.

En la Sicilia del siglo XX, las mafias estrecharon vínculos con los partidos políticos y llegaron a penetrar profundamente las instancias de decisión en el Quirinale y en los sindicatos. Primero abogaron por los terratenientes, después por los campesinos, luego por la democracia, por el socialismo, por la dictadura o por el comunismo; porque a los mafiosos de buena cepa, no les importa mucho quién haga gobierno, siempre que sea redituable para ellos. Su espíritu de servicio es muy elástico. ¡Y honorable!

En la tercera década de ese siglo, el fascismo que los había procreado, los exterminó con la bayoneta inclemente de Mussolini, pero no fue de muerte total. La “honorable secta” revivió y más bien aprovechó las deportaciones a USA para afianzar tentáculos en Chicago, Nueva York y Las Vegas.

Fortalecida en Estados Unidos y con el nombre de la Cosa Nostra, acumuló suficiente capital para retornar a Italia después de la guerra, ahora especializada en  tráfico de heroína. Empezó a servirle a la Democracia Cristiana de Amintore Fanfani en los años 50 y por su conducto penetró muchos gobiernos regionales y los círculos de poder que ponían o quitaban dirigentes en Roma. En los 70, los llamados “años del plomo”, constituyeron un estado paralelo (¿se acuerdan de John Biehl, aquí?) y preñaron de terror, dinamita y sangre la bota latina. Es la época del Virrey Giogia, de Giulio Andreotti, siete veces primer ministro; y hasta el escandaloso Silvio Berlusconi será resultado directo de la influencia que ejercen las mafias en las instituciones de Roma.

Al ser una sociedad secreta, la mafia opera como una red de redes y sus iniciados no siempre están conscientes de la jerarquía y la pertenencia. Es lo que supongo está ocurriendo con los partidos políticos en Costa Rica: Se han dado cuenta que la lucha electorera es un NEGOCIO muy rentable, y como ya desde las campañas distritales pasan a vivir de él, a la larga no se percatan que sus comportamientos son mafiosos.

Entonces, los partidos se organizan para invertir, apostar y perseguir dos cosas: la toma del poder o la piñata de la deuda política. Si ganan ambas estarán en la gloria; si pierden una, siempre habrán ganado. Por eso es que los candidatos se autoproclaman y los cuadros de activistas son siempre los mismos. Todos arguyen –como los sicilianos– que su sacrificio es amor a la patria, pero en verdad es un confortable modus vivendi que puede enriquecerlos y que no es fácil desdeñar porque, en tiempos de desempleo, de esa lactancia  dependerán sus vidas.

En la Cosa Nostra, quien está juramentado sólo puede retirarse fiambre, o bien lo entierran en un estañón de cemento, porque el botín es inmenso y la actividad criminal despiadada. En nuestros partidos, las traiciones también se pagan y aunque la delincuencia suele ser de cuello blanco y el castigo más blando, ya se avizora el peligro de que a un pentiti (arrepentido) le manden una moto. Puede ser cuestión de tiempo. ¡Dios no me haga profeta!

Las mafias sicilianas primigenias se organizaron en torno a la disputa territorial, más tarde pelearon las exportaciones de limón agrio y oliva, luego el poder municipal y regional, hasta terminar en las drogas pesadas, el contrabando y algunas actividades brutales; pero siempre es el negocio lo que está de fondo.

Por el clima de violencia y persecución que las forjó, en las mafias italianas prevaleció el brazo militar sobre el brazo político y de allí la sangre resultante. En nuestro medio, las mafias de pacotilla privilegian la difamación, el serrucho, el truquillo político y la jugada sucia. En su mediocridad insondable, disfrutan mucho de la holganza,  de los viajes NSP, del dolce far niente y se perfilan orondos como cuadros partidarios, apoltronados en plazas burocráticas, consulados o curules a dedo, como serviles o conocedores de algún secreto de campaña al que le sacan provecho (la omertá). Son capos de un terrenito pecuniario o de un arcano social y como suelen ser verdaderos analfabetos,  sus productos descollantes son trochas inservibles, platinas infinitas, leyes de tránsito inaplicables, filología para teléfonos celulares, sentencias judiciales obtusas, lápidas inaugurales, contratos espurios, puentes sin río, equipos hospitalarios inservibles, vaquillas transfronterizas, jubilaciones tempranas, en fin, matráfulas de país tropical.

Son estas corrongas mafias las que cierto día descubrieron que en la politiquería se despilfarra un gran dineral y van a saco por él con su doble discurso: por la patria, por la bandera, por el espíritu de servicio; aunque en el fondo se decantan siempre por el billete. Y como de ese billete sobreviven, no pueden más tarde evadirse, y el círculo se convierte en vicioso. Por eso son siempre los mismos.

Este descubrimiento de la política como bisnes (así dicen ellos, porque también tienen su jerga), lo vieron primero los partidos mayoritarios, pero ya lo han palpado los chicos, y por eso cualquier secta, por minúscula que sea, sirve de plataforma para una curul y una buena pensión del Estado. Los resultados se pueden ver en el actual Congreso, que es una radiografía del corrupto país que sufrimos. Las leyes que se tramitan no sirven o no tienen fondos ni reglamento y las despedaza la Sala IV, el diputado más imaginativo se trepa en una araucaria para defender su iglesia, algunos no hablan ni firman nada en todo el periodo, otros hablan por la boca de asesores que son convictos o exconvictos, muchos tienen expediente judicial y hasta sentencia. El cinismo campea. En fin, una fauna débil que puede ser tentada hasta con un viaje a Disneylandia. ¡Ni hablemos de China!

¿Y qué se puede hacer o qué hicieron en Italia para liquidar a las mafias?

El exterminio

Los diferentes tipos de mafiosidad, o comportamiento delictivo organizado, pueden ser tan dispares como lo es el género humano. De modo que en estos textos no hemos querido igualar a la mafia siciliana con las mafiecillas políticas locales, solamente hemos intentado relacionar la manera cómo ambas se engendran, cómo acceden al poder, cómo carecen de dignidad aunque dicen actuar en su nombre, y cómo permean todo el tejido social.

Mientras la mafia siciliana era (o ¿es?) disciplinada, sistemática, coercitiva y ambiciosa; los grupúsculos locales suelen ser dispersos, libertinos, mediocres y cortos de mira. Cuando están en los partidos políticos van desde el reparte-almuerzos que quiere ser chofer de un alcalde, hasta los banqueros agiotistas que le sacan el jugo al TSE y cada cuatro años agrandan su fortuna con los bonos de la deuda.

Está claro que ese politiquillo que pegó banderas en 1970 y saltó luego a regidor, viceministro, consultor y diputado, asistonto ad hoc de los fondos de la mano izquierda, no es un Giuseppe Bonanno ni el capo Don Corleonne.

Y por supuesto que las condiciones políticas distintas entre Costa Rica y el Lacio originan fenómenos delictivos diferentes, pero no es vana la comparación y contraste de conductas para dilucidar los tipos de corruptela que originan, y para mostrar cómo combatirlos o exterminarlos. La historia siempre es didáctica, incluso cuando se convierte en farsa, como en este caso.

En dos o tres épocas distintas, las mafias criminales de Italia se auto aniquilaron… Conforme iba creciendo su ambición de poder o de dominio económico-territorial, chocaron entre ellas y se enzarzaron en escandalosos actos de violencia que todavía asustan.

Se reconocen, por lo menos, dos grandes guerras entre la mafia italiana (1962-69 y 1979-82), y tras ambas matanzas las comisiones secretas se diluyeron por buen tiempo. Fueron aquellas batallas inmarcesibles de los “tiempos del plomo”, cuando los capofamiglia bañaron de sangre la bota italiana y también algunas calles de Manhattan, Brooklyn y Chicago.

De modo que el exterminio también puede ser variado, como ocurrió con la gobernanza fascista de Benito Mussolini, quien a pura bayoneta calada terminó con los bandidajes imperantes en el Palermo de 1922. Esta fórmula autoritaria, adaptada al trópico y con guante de seda, es un poco la que recomienda don Alberto Cañas para acabar con la estulticia, reorganizar el Estado y, luego de unos días, sin Asamblea Legislativa, expulsar a los semovientes de la cancha y retomar el cauce democrático con gente acaso más pensante.

Aunque radical, no piensen que es una locura del ilustre periodista. Ya se sabe que los griegos clásicos (no los de ahora que están muy jodidos) cuando se empantanaban en tiempo de crisis o en una guerra, desarticulaban el gobierno “democrático” de la polis y nombraban un dictador para que con poderes plenipotenciarios pusiera orden en la ingobernabilidad.

Sería como decir que, para terminar y aclarar todo lo que tiene que ver con la trocha fronteriza, las mordidas, la ley de tránsito, el hoyancón de la pista y hasta con la infatigable platina, se nombre un patriarca omnipotente, probo y estudiado, y se le den tres meses para resolver todo lo relativo a esos males de nuestro Apocalipsis. (Don Beto dice que quince días, pero yo creo que sería poco).

Todo ese descalabro que estamos sufriendo y que no parece encontrar su rumbo, tiene que ver en cierta forma con el enquistamiento de las mafias en la cosa pública. Ya está dicho, no son mafias asesinas como las de Nápoles o Chicago, pero son argollas más o menos organizadas que actúan en función de sus intereses y cuyo delinquir se repite aunque cambien los gobiernos.

Si los empleados intermedios observan que sus superiores se enriquecen y llevan la gran vida de carro con chofer, avioneta en el patio, del sillón al avión y de pura francachela, pues no harán otra cosa que emularlos y entonces el círculo perverso se expande.

Cuando las mafias empiezan a insertarse en el aparato político y productivo, casi nadie se da cuenta. A veces ni ellas mismas, pues se auto proclaman  honorables y, como todo pavo real tornasolado, nunca se mira las patas (Darío dixit). Su razón de ser es la permanencia en el cargo, el dominio de las tácticas y estrategias para usufructuar el poder o la deuda política, y jamás el engrandecimiento colectivo, aunque pregonen su espíritu de servicio. Del clientelismo pasan al soborno, de la omertá al contrabando y por ese camino a las drogas. De allí que la telaraña se vuelva envolvente y casi todos terminamos como moscas atrapados en ella.

Lo que don Beto propone es cortar la podrida red (mafia, le digo yo) de un hachazo, pero esto no es cosa fácil. Los primeros que tratarán de impedirlo son los que chupan de ella. Ya han aparecido algunos. Y, por otro lado, destrozarla representa casi el derrumbamiento del sistema político imperante, por lo cual no se vislumbran métodos constitucionales para el golpe de mando.

Y estamos un poco como en la Italia mafiosa.

En agosto de 2001, Pietro Lunardi, Ministro de Infraestructura, desató una tormenta mediática cuando dijo que “Italia tiene que aprender a vivir con la mafia y cada uno debe abordar el problema del crimen a su manera”, lo cual –mutatis mutandi– es como decir que tenemos que aguantarnos a los diputados mediocres, a los políticos ladrones y a los pegabanderas estafadores, per sécula seculorum, pues entre los partidos políticos nuestros impera, como en la Sicilia finisecular, aquella cobertura del mangia e fai mangiare (come y deja comer).

En julio de 2002, el fiscal jefe de Palermo señaló que “el 96 por ciento de los contratos en el sistema anticorrupción de licitaciones, estaba amañado” y según un informe de los carabineros basado en un mafioso confeso, “paralelamente a la autoridad del Estado, existe un poder más incisivo y eficiente que actúa, se mueve, hace dinero, mata e incluso dicta sentencias, todo ello a espaldas de las autoridades”.

Claro que esto no es Italia, pero se trata de no llegar hasta ese extremo. Se trata de procurar el extermino de nuestras nacientes y chusmosas mafias antes de que nos exterminen ellas a todos.

Una experiencia que tuvo bastante éxito en Italia fue el gran proceso judicial, conocido como el “macrojuicio”, que en 1987 llevó a las Cortes a 474 acusados, de los cuales 360 fueron condenados a la bicoca de 2.665 años de cárcel. Esto permitió reconocer a la Mafia como una realidad de la cultura italiana (se requirieron 130 años para admitirlo), se logró poner tras las rejas a muchos de sus capomandantes y se aplacó algo su injerencia en la vida productiva del país. Claro que en el camino quedaron sacrificados muchos héroes, como el implacable juez Giovanni Falcone y todos los pentiti que aportaron datos para el conocimiento de la secreta organización.

En nuestro país se requiere una vuelta a los auténticos valores, a aquella dignidad de nuestros patricios que desdeñaban el dinero y la gloria (Julio Acosta, Otilio Ulate) cuando no eran bien habidos. Un retorno a la educación cívica, a la honradez general como modus vivendi, a la supremacía del Ser sobre el Tener. Y quizás con eso no tengamos que andar buscando esa proteica fórmula mágica para ejecutar el inaccesible referéndum que nos permita sacar las vacas del potrero, como lo pregona don Beto con insistencia.

Y claro, en vez de meterse a la mafia, mejor será dedicarse a la hidroponía, aunque sea de “marilacha”, que de por si falta poco para que la vendan libre como el Marlboro.


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