La belleza y la música

Mientras él tocaba el piano como si fuera lo más fácil del mundo, el público contemplaba extasiado la manera en que sus dedos golpeaban

Mientras él tocaba el piano como si fuera lo más fácil del mundo, el público contemplaba extasiado la manera en que sus dedos golpeaban las teclas. Los brazos se movían al ritmo de los acordes de la Sonata Nº 1 de Bartók, una pieza extraña de presenciar en concierto por sus dificultades técnicas y su estilo contemporáneo. El atrezo sencillo: un piano de cola, un cuerpo menudo. Y el sonido.

En escenas como esta se pone de manifiesto la belleza. La obviedad de un hecho bello hace posible su comprensión y evidencia su lado tangible. Cuando esa cualidad hace acto de presencia es imposible no mirarla, pero debe hacerse sin teorizar, pues hasta los cánones pierden valor.

El concepto de belleza está muy unido al arte (o al menos lo estaba). Se busca en los museos, en los edificios y en los auditorios. Y en estos últimos, si no se encuentra, se defrauda. Porque la música, por su inmediatez, por su directa influencia en el organismo, hace clara y dolorosa su falta.

Los músicos más reconocidos han sido criticados alguna vez por su escasez de gusto. El compositor alemán Sphor escuchó la Novena Sinfonía de Beethoven treinta años después de la muerte del maestro y comentó que «al músico le faltaba una educación estética y el sentido de lo bello». Claro que el maestro de Bonn sufrió una sordera progresiva a la que muchos atribuyen sus «errores» en algunas notas, convertidos posteriormente en «nuevas sonoridades».

Fue precisamente a partir de Beethoven y sus primeras innovaciones en la armonía, cuando la rígida estructura musical comenzó a perder fuerza hasta llegar a su total abandono un siglo después. Momento en el que la música se desligó de su fin estético y se unió a la lucha por la razón y la conceptualización.

Las diatribas sobre cuál de los dos caminos, el de la belleza o el de la razón, debía seguir este arte, llamaron la atención de críticos, musicólogos y filósofos del siglo XX.

FILOSOFÍA DE LA MÚSICA.

La música y lo inefable es un libro que teoriza sobre estas cuestiones. Si bien su autor, el filósofo francés Vladimir Jankélévitch, (1903-1985) trata el tema con una profundidad enrevesada, sus argumentos son tan interesantes como el punto de vista desde el que los hace.

La controversia surge a partir de una pregunta aparentemente sencilla: ¿qué es la música? A lo que responde citando las palabras del compositor Gabriel Fauré al terminar de componer su primer Quinteto: «¡ni siquiera sé si es algo!»

Y continúa, ya con argumentos propios, exponiendo la siguiente dicotomía: «en la música se da una doble complicación que genera problemas metafísicos y morales […] por un lado la música es expresiva e inexpresiva a la vez, seria y frívola, profunda y superficial. Sin embargo, este equívoco tiene un aspecto moral: hay un contraste desconcertante, una desproporción irónica y escandalosa entre el poder seductor de la música y la profunda falta de evidencia de la belleza musical.»

Es una duda que ya plantearon en torno a 1900 Scriabin y Webern; obsesionados por despojar a la música de artificio habían compuesto obras con los mínimos recursos posibles. Las cinco piezas para orquesta de Webern duran menos de un minuto y la última de ellas cuenta con escasas sesenta notas.

QUÉ EXPRESA LA MÚSICA.

Para el filósofo la música no es un arte en el que resida la belleza de manera evidente, pues carece de significado y expresión: «¿no será que la música, aunque incapaz de expresar ideas o pensamientos, puede, describir paisajes, narrar acontecimientos o imitar los ruidos de la naturaleza?» Se refiere al impresionismo de Debussy o Ravel, pero ignorando el trabajo de los compositores anteriores.

El nuevo interrogante induce a una profunda intranquilidad en el aficionado y en el músico, pues expone abiertamente la carencia total de sentido en un arte que aprecian; e incita a cuestionar la actitud del filósofo: ¿por qué prestarle interés a una disciplina sin entidad propia en el tiempo? Porque Jankélévitch pretende encontrar otro razonamiento con el que valorarla.

Primero se sirve de Schopenhauer, para quien «la música no expresa esa alegría determinada o aquella tristeza en particular, sino que instila en nosotros la melancolía y la alegría en general.» Después, de Nietzsche: «la música no expresa el dolor ni la alegría en general, sino la emoción indeterminada, la pura capacidad emocional del alma.» Para llegar a la conclusión de que, despojada de trivialidad, la razón de ser de la música reside en su posibilidad de comunicarse con el alma y darle voz.

El resultado es un proceso comunicativo muy abstracto, que necesita elementos diferentes para poder transmitir el mensaje. El silencio es la pieza que falta.

Ya comentó Platón que «la música se recorta sobre el silencio, y necesita del silencio como la vida precisa de la muerte, y como el pensamiento necesita del no-ser.» Lo que para Jankélévitch se traduce en que «la música impone silencio al ronroneo de las palabras, esto es, al ruido más voluble y fácil de todos, el del parloteo. ¡Cantar es una forma de estar callado! Porque cantar dispensa de hablar.»

Para entender al filósofo es necesario conocer el contexto en el que germinaron sus hipótesis. El francés dio una importancia vital a los filósofos germanos, hasta que el holocausto judío lo hizo reflexionar y abandonarlos por completo. También participó en las protestas estudiantiles de Mayo del 68.

Estéticamente defendió la eliminación de la retórica a favor de la esencia y llevó esta idea hasta el extremo. Si debía recrearse la belleza, ésta debía ser no sólo efectiva sino eficaz. Un argumento muy útil para una época llena de dudas sobre la definición de lo bello y su vinculación al arte.

Sus polémicas reivindicaciones fueron utilizadas por los músicos contemporáneos, en especial los de la segunda mitad del siglo XX, que incluían los instrumentos electrónicos en sus obras. Estos revolucionarios se sirvieron de la transformación estética para abrir nuevos caminos de posibilidad en el arte.

LA INOCENCIA.

Si se sigue esta vía de pensamiento, la música se convierte en un hecho enteramente transcendental. El sencillo acto de conectar el reproductor y sentarse en un sofá a escuchar un disco es en realidad una conexión con el interior del ser humano. Puede que esto ya lo presintiera el escritor ruso León Tolstói cuando acusó a la música de remover todo lo que es «turbio, impuro e ilícito en el corazón humano.»

En cualquier caso, las afirmaciones del filósofo resultan convulsas puesto que despojan de toda inocencia al acto de escuchar. Cuando suena la primera nota, el oyente debe prestar atención con los cinco sentidos, no sólo con el oído, porque -continúa el francés- «la música no significa otra cosa que lo que es: no es la exposición de una verdad intemporal, sino la exposición misma, la única verdad, la seria.»

Según esto, sería admisible vulgarizar un concierto con una amena charla sobre el mismo o admitir los café-conciertos como espacios adecuados para ello. Para Jankélévitch: «La música tiene esto en común con la poesía y el amor, e incluso con el deber: no está hecha para que se hable de ella, sino para que se haga, ni para ser dicha sino para ser interpretada.»

Silencio, se toca.

Tomado de El país cultural.

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