Hace algún tiempo cuando Don Fito era el antiguo dueño del +Bar Fitos, me confesó que Pablo Merino había sido el primer +hippie en frecuentar su bar. De eso hace mucho tiempo, quizás antes que la dama del rock costarricense, Zulay Soto, oyera los primeros acordes de Hendrix.
Si no hubiera sido por La Llorona y El Cadejos, una serie de ficción fabulosa, denominada +Leyendas, jamás lo hubiese conocido. Fue el desaparecido canal 2, que ofreció el espacio de las nueve de la noche los sábados para que asustáramos a la gente.La serie tuvo su gloria, el más alto +rating hasta 1998 dentro del canal, primer lugar en su franja horaria y noveno lugar en el +rating general nacional. Poco tiempo después desapareció por la codicia de sus directores. Bajaron los costos para elevar las ganancias y Merino y su servidor fuimos liquidados como si nada hubiese pasado. Director y productor tuvieron que seguir caminos distintos sin perder la gana de volver a asustar a la teleaudiencia. Eso nunca sucedió.
El libro de Pablo Merino (+Ese ojo extraño, Euned, 2012) es una autobiografía de su vida en televisión y como realizador. Fue escrito con la cámara al hombro y en forma de relatos (por episodios), provistos de un humor negro que lo caracteriza. Según Merino +el humor negro rompe los límites de la ecuanimidad e inunda de júbilo el espíritu, aunque a veces duela. En su momento Mijaíl Bajtín señaló que hay una risa que es política (la verdadera) y otra que hace reír a los reyes y los príncipes, los tontos y los ingenuos. De manera que hay que deducir que en la actualidad la risa sin más ni más se aleja de lo social.
Mario Vargas Llosa anota que en la civilización del espectáculo, la cosa cambia, el cómico es el rey. El objetivo del «discurso» del chiste de dicho +rey en el posmodernismo, no es informar, sino hacer que quien lo escuche se sienta bien y se ría, a pesar de las idioteces de su contenido. Para ello basta echar un vistazo a los «cómicos» contemporáneos, mexicanos y ticos. Como si Cantinflas o Chaplin, nunca hubiesen existido ni dejado huella acerca de lo que es hacer comedia.
El libro pues, es la historia de las primeras travesías televisivas en el país, para advertirnos de sus abruptos cambios hasta el «+boom de la silicona». En esa vía anuncia entre bambalinas la degeneración del sujeto televisivo. Un sujeto que al igual que la televisión, sea pública o privada, no tiene otro mundo en el que operar más que el mundo conquistado y gobernado por la competencia del mercado.
Y hablando de mercado, quién hubiera creído que la televisión costarricense iba a volar alto cuando en los años sesentas apareció en pantalla Jesús Arriaga, apodado «Chucho el Roto». Pues bien, en casa de la familia Madrigal, en el Barrio Pueblo Nuevo de Turrialba, la única en poseer un televisor en derredor, cobraban 15 centavos por ver «el tele». Con la nueva serie y su popularidad, subieron el precio a 25 centavos (una peseta). Además, el público asistente subió de 15 a 20 personas por noche. Con el nuevo costo, como valor agregado, se ofrecía a la teleaudiencia un helado de palillo (pág.13-14).
A partir de ese momento, como bien lo apunta Merino, las costumbres cambiaron: «En el Barrio México donde vivía, los hábitos nocturnos de las familias variaron, y bastante, sobre todo en las casas donde había televisor, pues la chiquillada del barrio se reunía en esas casas a ver sus programas favoritos. Así, la familia propietaria cedía su sala varias noches a la semana para mantener una buena relación con el vecindario. De lo contrario, sus hijos no cabían en mejenga alguna, juego de yackses, cromos, punto al tarro, ping pong, rayuela, pases peleados, llamo, trompos, chócolas, etc.» (Ibid,13).
En efecto, en los años sesentas la televisión dio sus primeros pasos para entrar y nunca más salir de los hogares de los costarricenses. Emprendió un giro insospechado. Una década antes José Figueres Ferrer quiso establecer la televisión como monopolio del Estado, en la dirección del servicio social, una especie de hermandad entre televisión y cultura nacional. Sin embargo, eso no se dio a cabalidad debido a que la vertiginosa producción de aparatos de televisión hizo que sus costos bajaran y que las familias costarricenses adquirieran su televisor. De ser un esparcimiento social al calor de un helado de palillo, «el tele» pasó a ocupar un puesto privilegiado en la sala de los hogares. La abuelita tuvo que ceder su rincón sacro con todo y Corazón de Jesús, Purgatorios, Ángeles y velas al nuevo inquilino.
El monstruo del mercado televisivo empezó a crecer aderezado por lo que Pablo Merino llama «la parrilla televisiva». La culpable de desplazar el rincón sacro de la abuelita. El «terrorismo oscurantista» aparece con toda su furia. Programas que antes tenían una cierta dosis de moral y gusto, que veíamos de chicos con una «violencia» hasta cierto punto limitada (o controlada) empezaron a ceder a la conquista y ocupación cultural norteamericana de violencia extrema y delirante y, para terminar de desnucar los santos, llenaron la agenda con telenovelas, programas mañaneros destinados a un público fatuo y de fácil manejo, culinaria «cinco estrellas», para esconder el hambre y la miseria, además de las «noticias», las cuales se convirtieron en un espectáculo. La era del simulacro en todo su esplendor. Merino afirma que «el espectáculo, la ficción, el entretenimiento, la misma noticia vestida de amarillo son el mejor pellejo para el «embutido comercial… la publicidad nunca se dirige a la razón» (pág. 90).
En esa dirección Vargas Llosa alega que: «Las imágenes televisivas socavan el mundo real, es decir, la consistencia ontológica. La realidad virtual es la única admisible y comprensible para un ser domesticado por la fantasía mediática dentro de la cual nacemos, vivimos y morimos. Además de abolir la historia, las «noticias» televisivas aniquilan también el tiempo, pues matan toda perspectiva crítica sobre lo que ocurre… la verdad de la ficción mediática, la sola realidad de nuestra era, la era de los «simulacros».
El quid del asunto es que la «parrilla televisiva» −del espectáculo− está manipulada −casi en su totalidad− por ese mastodonte mediático llamado Televisa. Esta corporación tiene una cuota enorme de poder de lo que podríamos llamar el «ADN televisivo». En varias ocasiones se han presentado propuestas para que Televisa cambie el formato de las telenovelas, sin embargo, la respuesta es un NO rotundo, debido a que éstas perpetúan el poder: la sirvienta, el chofer, la amante del gerente, el embarazo de la hija de la sirvienta de parte del hijo del patrón −o del mismo patrón−, la bofetada de la esposa ofendida por los cuernos del marido, la hacienda y los caballos, el hallazgo en la cama del amante o la amante de los cornudos y la enorme brecha entre los ricos y derrochadores mexicanos y los pobres mendigos «pero honrados» mexicanos. Quetzalcoatl, Juárez, Zapata, Villa, Hidalgo y Morelos, nada que ver.
Carlos Mendoza, profesor del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la Universidad autónoma de México (CUEC), es contundente al afirmar: «El consejo de administración de Televisa reúne a magnates que son, a su vez, cabeza de otras grandes empresas y también al que fuera privatizador en jefe del salinismo: el señor Aspe. Dichos consejeros, cuyas fortunas personales suman en conjunto más de 33.000 millones de pesos, permiten ramificaciones que alcanzan directamente el ámbito de la telefonía, la banca, la industria cervecera, próximamente las líneas áreas y, por supuesto, el futbol: un poder capaz de descarrilar a cualquier gobierno en el momento mismo que se lo proponga. No obstante, todo el peso de ese auténtico monstruo mediático-político-económico descansa en un soporte frágil y quebradizo llamado credibilidad».
Se deduce pues que la televisión sirve para engordar la imagen electoral y el poder. Con razón los presidentes acuden a ver futbol para −por una vez en la vida− «confundirse» con el pueblo. Merino apunta: «¿Cuántos políticos han buscado la gracia del pueblo por medio de la televisión? Mejoran su acento, cambian de sastre, aprenden a moldear pómulos, abusan del lustre fotográfico, hacen mueca por horas frente al espejo, a la espera del visto bueno de las chicas y chicos maquilladores, que se hartan del espectáculo… ¡Mirá!, tomame en plano medio desde la derecha que es mi look, y dejá el close up para el impacto final. Ese primer plano rubricado por autoadulación» (pág. 122).
Y ni qué decir del futbol, otro chorizo de la +parrilla. Hace poco un portero de la «sele» concedió sus botines para una obra infantil benéfica. Los usados y desbaratados «tacos» se valoraron en un millón de pesos, mientras el futbolista se engulle millones jugando en la primera división europea. A otro jugador del mismo equipo lo pusieron a bailar samba para promocionar a la «sele» en el mercado turístico rumbo a Brasil. Desodorantes, calzoncillos, jabones, y una gran cantidad de artículos son promocionados en las pasarelas televisivas por los abanderados futbolistas. Ni qué decir, de los azarosos y «cerebrales» «debates» que se arman los domingos en la mañana y la tarde para comentar el gol +panadol. En una ocasión Ortega y Gasset comentó que tiempos atrás los periódicos cedían su espacio en las últimas páginas a los intelectuales y los poetas, ahora –repara− es el futbol el que usurpa dichos espacios. ¡Qué patético!
Desdichadamente la «parrilla televisiva» de la denominada televisión nacional no tiene injerencia en la educación masiva de la población costarricense, fuera de algunos programas de interés cultural y nacional. La poca creatividad y el raquítico presupuesto destinado hacen que se cocine el bistec con las uñas. Pablo Merino lo argumenta como ex-director de canal13: «En el pasado, sobre todo en el plano político, era prácticamente un castigo ir a parar a la televisión estatal. El 13 nació viciado por la mala imagen que le han estereotipado a las instituciones públicas… por el numerito y por la competencia. No tengo nada por los directores que vinieron por la vía política, la verdad es que un porcentaje significativo sólo dejó correr el tiempo que va de una elección a otra, mientras disfrutaban del puesto… a fin de cuentas, algún crédito tiene la imagen, y la pantalla osmóticamente se alimenta de los oferentes» (pág. 251). Total, Canal 13, según Merino, está lejos de cumplir un papel fundamental en el desarrollo cultural del país.
Cabe destacar algunos programas de visión inteligente o de una +parrilla que quiso volar pero no pudo, como +El Barbero de la Villa, Bosque Adentro, Caleidoscopio, El Mundo de las Palabras y algunos otros que se me escapan, de trascendencia nacional y cultural.
Una anécdota folclórica que cuenta el autor es su despido del 13 por enseñar las piernas en una fiesta del Canal, de allí su efímero mote:»Merino el Maripepino». Acaso fuesen otros los motivos (sin embargo, hay que aclarar que al señor Merino también lo apodaban +el negrero por trabajar día y noche junto a sus exhaustos compañeros para terminar un producto televisivo), lo cierto es que de +hippie a +Meripepino hay mucho trecho. Recuerdo ahora que cuando la vedette española +Maripepa llegó al país, fue trasladada del aeropuerto a la Casa Presidencial bajo custodia, por mandato de Óscar Arias. ¡Qué ironías de la vida!
Si en aquellos tiempos cuando fuimos despedidos de canal 2, hubiéramos corrido a presentarle la propuesta de +Leyendas a Televisa, quizás nos hubieran contratado, solo que muy cortésmente hubiesen «sugerido» que pusiéramos a bailar a La Llorona alrededor de un tubo y meter al Cadejos en el redondel de Zapote a la par de la Chilindrina y Kiko. Y, ¡por qué no!: junto al célebre +Porcionzón, el mago del espectáculo.
En fin, el libro de Merino puntualiza la ruptura cultural existente entre la sociedad costarricense con el advenimiento de la pantalla de televisión y la «parrilla televisiva», seleccionada y adobada por esos nigromantes profesionales de los medios de comunicación. De allí la adicción sociocultural de lo que en épocas pasadas se le denominó la «chupeta electrónica». La siguiente oración es más que elocuente. Veamos:
+Señor, Vos que sois bueno y protegéis a todos los chicos de la Tierra, quiero pedirte un gran favor: transformame en un televisor. Para que mis padres me cuiden como le cuidan a él, para que me miren con el mismo interés con que mi mama mira su telenovela preferida o papa el noticiero. Quiero hablar como algunos animadores, que cuando lo hacen, toda la familia calla, para escucharles con atención y sin interrumpirles. Quiero sentir sobre mí la preocupación que tienen mis padres cuando la tele se rompe y rápidamente llaman al técnico. Quiero ser televisor para ser el mejor amigo de mis padres y su héroe favorito. Señor, por favor, déjame ser televisor, aunque sólo sea por un día. (Citado por Javier Urra, Violencia y medios de comunicación, 2005: 135-136. La cursiva es nuestra).