Literatura y antropología

William Reuben Soto es antropólogo de profesión.  Ha sido, incluso, profesor con rango académico de catedrático y director en la escuela de esa carrera

William Reuben Soto es antropólogo de profesión.  Ha sido, incluso, profesor con rango académico de catedrático y director en la escuela de esa carrera en la Universidad de Costa Rica. Ahora está pensionado. Pero ha redescubierto una vocación que había cultivado en su juventud: las letras. De joven lo hizo escribiendo poesía y una obra de teatro que fue premiada. Ahora nos entrega una novela corta, su primera obra en este género literario. Y no dudo en afirmar que es  una obra excepcional en  nuestro medio, tanto por el tema de que trata, como por el tratamiento mismo que le da.

Estamos, como es de esperar, ante  una obra de madurez, pensada en cada una de sus líneas, elaborada en cada una de sus palabras. En ella se condensa esa doble vocación del autor: la del antropólogo y la del escritor.

Antes de adentrarnos en el fascinante tema de que se ocupa esta singular novela, deseo insistir en que se trata precisamente de eso: de una novela corta, es decir, no es un cuento largo. Con frecuencia se incurre en la imprecisión,  en nuestro medio cultural y académico, de confundirlos por el hecho de que ambos son pequeños  en tamaño. Pero la diferencia no está en la cantidad o extensión sino en la estructura intrínseca. Un cuento versa sobre una anécdota, sobre un “acontecimiento” que sobreviene sorpresivamente (para emplear la terminología del último Heidegger), a penetrar en el  cual se invita al lector a fin de asumirlo como coprotagonista.  Con frecuencia el cuento termina y tiene como justificación  dejar una moraleja, una enseñanza de vida, pues una anécdota suele tener ese objetivo. Por eso se le recuerda.  No interesa  adentrarse en el interior del personaje; no hay siquiera personajes sino personas que han vivido desde dentro un evento que los ha marcado. No hay trama, sino que el evento lo domina todo. El acontecimiento es el personaje principal y las personas son tan solo la excusa y los testigos para que ese suceso haya tenido lugar. Por el contrario, la novela –corta o larga− construye personajes, como en el teatro. Y desarrolla una trama cuya conflictividad mantiene el interés del lector a lo largo de unas páginas donde la narración se mezcla con el diálogo, hasta llegar a un desenlace que rompe el nudo gordiano.

La obra de que me ocupo: Presagios (ed. Uruk, San José, 2013) cumple con todas esas características formales. Sin embargo, Reuben sigue siendo fiel a sus juveniles inclinaciones por el teatro y la poesía. La obra posee el dramatismo (el “pathos”) de la tragedia griega, por lo que su autor no emplea  una prosa narrativa. William Reuben es un poeta no un narrador. Toda su obra es  prosa poética salpicada de poemas. El personaje central, casi único, Ana, es una niña que deviene adolescente  de manera muy  tradicional para su medio social (mediana-alta burguesía de provincia) y, finalmente, mujer joven, pasando de la inocencia  de la infancia a una prematura y despreocupada  madurez gracias al “pecado” por excelencia: un amor incestuoso. Es allí donde aparece el antropólogo que es William Reuben, al ocuparse como tema central de su novela de un tema que es un tópico clásico para   psiquiatras y psicólogos, lo mismo que para  antropólogos (o “etnólogos” como lo llaman los franceses). Ellos  se ocupan profusamente del “tabú del  incesto”. Pero no fueron ellos los que primero  han indagado en sus oscuros e inquietantes  meandros y su angustiante  influencia en la conducta humana, tanto íntima como política y social, sino los dramaturgos, los novelistas y los filósofos, como insistentemente lo señala Freud.

Porque el incesto no ha sido considerado como el peor de los delitos en todas las épocas y en muchas culturas. Así en los pueblos del Medio Oriente  y Egipto, como lo testifica la Biblia, el casarse con una hermana era una obligación religiosa y política. Sara era media hermana de Abraham y de ahí viene toda la descendencia del “pueblo escogido”. En Egipto, el faraón solo podía casarse con su hermana, porque solo ella era como él, hija del dios Rha. Cuando, según algunos historiadores británicos recientes, la última faraona, Cleopatra,  convence a Julio César de que si Roma quiere ser un imperio tan longevo como Egipto, deben sus emperadores  convencer al pueblo romano de ser tratados – los césares− como hijos de los dioses; razón por la cual deben casarse con su hermana. Eso llevó al sabio y joven príncipe Calígula a enamorarse perdidamente de su hermana; cuando esta muere en la flor de su vida, el ya todopoderoso césar  Calígula se transforma en el atormentado y sanguinario monstruo del que nos habla la historia. Camus ha hecho de esta trágica página de la historia romana el argumento para una obra maestra de la dramaturgia moderna. Para los griegos, por el contrario, el tabú del incesto era lo que para la teología cristiana occidental con su maestro San Agustín,  una especie de  pecado original. El mítico Edipo se ha convertido en el prototipo por excelencia de la víctima de esta tajante prohibición que no admite excepciones así se trate de exitosos prepotentes  (“hybris”) reyes. Es por eso que Aristóteles considera al Edipo de Sófocles como la obra maestra del teatro trágico  griego.

Pero ningún autor, sea poeta, dramaturgo, novelista  o científico social, ha conferido a la interdicción del incesto el papel en la construcción de lo humano, que Hegel le otorga. Para el gran filósofo alemán el tabú del incesto  es lo que ha hecho del animal (“primates” diríamos hoy) un ser humano. Esa inapelable prohibición funda la ética intimista, humaniza la pasión erótica al ponerle límites éticos y culturales infranqueables y, con ello, humaniza  la tribu primigenia, dado que la libido como pulsión innata, abandonada  a sí misma lleva inexorablemente al caos y a la muerte. Allí radica la  contradicción entre la vida  y la muerte, como lo señala insistentemente (especie de leif motiv musical) Reuben, inspirado probablemente en la  trágica dialéctica de Eros y Thanatos de que nos habla Freud. Para evitar la violación del tabú del incesto se inventó la institución social por excelencia, la familia. La cual se rige por las normas del  parentesco  (Claude Lévi-Strauss). Esas inflexibles leyes reglan con precisión algebraica los vínculos de consanguinidad.

Teniendo en cuenta todo este trasfondo, que le es profesionalmente habitual, William Reuben construye una novela corta, admirable por el ethos poético y la prosa poética que le insufla. Pero es, sobre todo,  el sobrecogedor desenlace, trágico y lírico a la vez, que nos recuerda obras maestras de la literatura universal,  como es Madame Bovary. Fiel a sus orígenes familiares, Reuben concibe su obra teniendo al Mar Caribe como testigo permanente (para  Freud el mar es símbolo del deseo a sexual por ser inconmensurable, todopoderoso   y abismalmente oscuro),  y soportando un clima  azotado por  aguaceros diluviales y sofocantes calores. Acorde con ese telón de fondo,  se  desencadenan en la intimidad familiar incontrolables e inconfesables pasiones.  Pero eso se da teniendo como trasfondo el  ámbito de la naturaleza. Pero el trasfondo histórico y cultural es igualmente turbulento y deletéreo. La violencia de la guerra lo domina todo; la II Guerra Mundial y su postguerra  inmediata, que se ensangrienta con la guerra de Corea, dominan la escena internacional, mientras que  la Guerra Civil del  48 divide a las familias costarricenses  y enturbia la vida nacional. Ya Marx decía que la violencia es “la partera de la historia”.

Sin embargo, es el amor erótico junto con la sombra fantasmal de la muerte la que domina toda la novela y la impregna de una carga o atmósfera que, desde sus inicios, “presagia”, como el título de la novela lo indica, el desenlace fatal. Pero la violencia tiene dos fases según Freud: es sadismo si lleva al asesinato o sufrimiento del otro,  es masoquismo si lleva a la autodestrucción, sea mediante el  aterrador suicidio, sea mediante el más dulce fin cual es el de dejarse morir. En ambos casos, el placer o libido se ve acompañado de la autodestrucción, pues, como señalaba  Hegel, el placer siempre acompaña al acto de destruir. De ahí la fascinación de la violencia.  Y como el psiquismo tiene como su materia prima el narcisismo infantil, el masoquismo,  en consecuencia, causa  una  mayor descarga de placer libidinal que el  propio sadismo (Lacan). La muerte como autoaniquilamiento incluso cuando tiene como motivo el amor, como en Tristán e Isolda, es dulce como lo es frecuentemente  en la muerte de adolescentes enamorados (Romeo y Julieta). En esta novela, Ana, la heroína, es lo es todo, o casi todo;  su amado  Daniel, lo mismo que los otros personajes del entorno familiar, son tan solo la involuntaria causa o el desolado testimonio del desenlace fatal. Por eso la “forma” de la obra, esto es, su valor estético (“la forma lo es todo en el arte”, decía Ruskin)  no  puede ser sino poética.

Hay sin embargo, otra novedad en esta impactante novela corta. Me refiero a las constantes alusiones a la música clásica, que demuestra no solo el gran conocimiento y adición del autor a dicho arte, sino la importancia que la música tiene en la poética  tal como la concibe William Reuben. Ya lo decía Baudelaire, el padre de la poesía contemporánea, que: “Poesía es lo que de música tienen las palabras”. Esta alusión a la música debe relacionarse con la inusual y aparentemente insólita sugerencia que hace el autor de que su obra para ser plenamente disfrutada, más que ser leída en solitario, debería  preferentemente ser leída en voz alta, es decir, declamada como una  poesía  o un soliloquio en una obra de teatro. Esto solo se explica si tomamos en cuenta la vocación de Reuben de ser  poeta y dramaturgo más que novelista. No olvidemos  – y un antropólogo lo sabe mejor que nadie− que la poesía y el drama nacieron antes de la escritura y lo siguen siendo en los pueblos de cultura ágrafa incluso hoy en día. La poesía y el teatro no se hicieron para escribirlos sino para declamarlos en actos públicos y ante gente que no sabía ni leer ni escribir. No eran obras hechas por personas con nombres y apellidos sino por pueblos que trasmitían de generación en generación a veces – en el caso de la poesía− con fines nemotécnicos a fin de no olvidar hechos fundantes de su cultura y constitutivos de su posterior identidad, razón por la cual se transmitían de generación en generación anónimamente, como lo subraya Roa Bastos en su maravillosa novela Yo el supremo. La poesía la hacía la gente y la declamaban juglares  que iban de pueblo en pueblo, de corte en corte;  pero el drama nació como secularización de los misterios  (Esquilo) de las religiones de la fecundidad de fines del neolítico.

Cabría, entonces, preguntarse a guisa  de conclusión,  qué escribió William Reuben: ¿un poema  (endecha ) a un amor desdichado, o una novela corta de inspiración trágica? ¿O ambos a la vez? Poco importa. Lo que realmente  interesa es que el lector se deje fascinar (Sartre), es decir,  embelezar, por esta joya cuyos destellos caribeños han hecho de la antropología y la literatura una obra singular en nuestro medio cultural.

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