El nuevo libro de Myriam Bustos -Temas Recurrentes, Editorial Universidad Estatal a Distancia, Costa Rica, 2002- es una colección de once cuentos en los que encontramos los asuntos habituales en la literatura de esta autora: el exilio, la enfermedad, la soledad, el dolor, la muerte, los conflictos de la vida cotidiana -ya entre las cuatro paredes de la casa, ya en el recinto de habitación colectiva llamado «condominio»-, los sueños, los cambios ingratos que ocurren en el cuerpo humano. Dicho de otro modo, la negación en alguna de sus múltiples facetas. Es posible afirmar que unos cuantos de estos relatos se insertan en la poética conocida como «decadentista», cuyos cultores conceden un lugar de privilegio a todos esos asuntos que otros rechazan por incómodos, asquerosos o «de mal gusto». La escritora nos da, en este conjunto narrativo, una auténtica lección en materia de inclusión de distintos narradores y diferentes voces que nos configuran la misma historia («Los Vivanco»). En materia filosófica, el existencialismo resulta claro, en otros de los relatos, como instrumento de abordaje del tema. El cuento «Interruptus», por otro lado, merece especial mención por el sorprendente manejo que hay en él del tiempo y el espacio, unidos para dar paso a un encuentro en que la temporalidad y el ámbito son infinitos. Se trata, en este caso, de relaciones entre seres gestadas más allá de las circunstancias in situ, porque son mucho más que simples encuentros mente-pensamiento. En algunos de estos textos el espacio está en la mente: es esta la que se traslada y no el objeto mismo.
Por ello, el tiempo no existe para el encuentro ni para las transformaciones de los objetos, ya que la percepción de estos se halla íntimamente relacionada con los deseos. «Interruptus, en este sentido, remite al pensamiento filosófico de George Berkeley, por la coincidencia que se da entre espacio, tiempo y percepción. La riqueza del extenso y amargo relato «La oficina» nos remite a El Malestar de la Cultura, de Sigmund Freud, cuando el vienés nos dice que deberíamos buscar en la ficción, en la literatura y en el teatro, la muerte: es allí -afirma- donde encontramos hombres que saben morir e, incluso, matar a otros. Es en ellos donde podríamos, todos, reconciliarnos con la muerte, en especial con aquella que está detrás de todas las vicisitudes de la vida, esa «implacable vida» de la que nos habla la escritora.
Tras la lectura de este libro, viene al caso recordar una vieja anécdota del escritor argentino Julio Cortázar, referente a la película Blow Up, del director italiano Antonioni, inspirada en un cuento del primero. Al salir del cine, luego de ver el filme, preguntaron a Cortázar su opinión sobre él. Respondió que durante toda la proyección Antonioni le guiñaba un ojo. Pues bien, al leer «La oficina» -relato muy cinematográfico, como afirma Jacques Sagot, el prologuista de la obra-, el lector siente que la escritora le hace un guiño a Freud.
Por último, cabe recurrir también a Rubens -como hace la autora al titular el primero de los once relatos- y asegurar que, en este libro estamos en presencia no de tres, sino de «once gracias».