Vargas Llosa, biógrafo

Mario Vargas Llosa, en El paraíso en la otra esquina vuelve por uno de los caminos que más le han atraído en los últimos

Mario Vargas Llosa, en El paraíso en la otra esquina vuelve por uno de los caminos que más le han atraído en los últimos años, pero en el cual su desenvolvimiento no ha sido muy satisfactorio: el tema de la pintura.

Ahora, desde una novela biográfica en la que entrelaza la vida de la feminista Flora Tristán, de ascendencia peruana y su nieto el pintor francés Paul Gauguin.

La vida y luchas de la feminista en la mitad del siglo XIX en Francia, se intercala por capítulos con la búsqueda plástica de Gauguin, el artista aventurero que reprocha el anquilosamiento del arte en la Europa de finales de ese mismo siglo.

Desde estas dos perspectivas señala los abusos y prejuicios de la sociedad europea, padecidos por espíritus libres y sufridos.

El ejercicio introspectivo y retrospectivo de los personajes principales está dirigido por una especie de interrogación y comentarios que el autor omnisciente le hace cada tanto. Desde un tono de superioridad compasiva, mira a sus personajes, lo interroga, los confronta a la manera de una consciencia superior que los obliga a reconocer sus debilidades.

Este ejercicio literario llega a ser cansón, pero le sirve al autor para impulsar la acción y llevarla más allá del recuento documental evidente.

El flujo narrativo está determinado por las peripecias de los mismos protagonistas. A veces, el autor toma momentos, documentos u obras importantes de los personajes para ubicar al lector o para lograr un matiz de proximidad. Pero una vez más, la grandeza de Vargas Llosa se muestra en la creación de personajes, en este caso los secundarios.

Inútil e insuficiente resulta el intento de explicar la génesis de algunas obras del pintor, como sí lo logra en los cuestionamientos que Flora Tristán hace de planteamientos políticos del siglo XIX, incluso del joven alemán barba de puercoespín, llamado Karl Marx.

La peregrinación de Flora y las búsquedas plásticas de Gauguin engarzadas mediante referencias a algunas de sus obras, conforman una narración paralela, cuyo vínculo apenas es Aline, la madre del pintor e hija de la feminista.

De no ser por la trascendencia o interés que despiertan los protagonistas, este obra languidece profundamente. Ni siquiera el talento en el uso de la palabra de Vargas Llosa logra imprimirle suficiente peso literario.

Por lo demás, constituye una aproximación curiosa a estas dos biografías, en las que echa mano una vez más de algunos recursos morbosos sobre la sexualidad de cada uno de ellos.

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