Sobre nuestra identidad

Hace un poco más de un año leí Los ojos del antifaz (Corrales Arias, 2007), fue en mi último curso de Literatura Costarricense.

Los ojos del antifaz

Adriano Corrales Arias

Novela

EUNED 2007

reimpresión 2015

Hace un poco más de un año leí Los ojos del antifaz (Corrales Arias, 2007), fue en mi último curso de Literatura Costarricense. Ya habíamos leído a otros autores nacionales que refirieron su historia sobre las luchas sociales en este país y sobre la percepción que ellos tenían (o tienen) de Costa Rica. Yo no sabía quién era Adriano Corrales Arias ni de dónde venía; nunca había escuchado hablar de él o de su obra literaria.

Al ir pasando las páginas, mi curiosidad fue despertando al ver que el personaje principal, David, era de provincia. Esto me sorprendió porque en los otros libros que había leído de escritores costarricenses, hasta ese momento, generalmente protagonizaban personajes vallecentraleños. Mientras avanzaba en la lectura, encontré un «mar verde», maravillosamente descrito, el cual quiero ilustrar con esta cita:

El mar, verde mar, nuestro mar de clorofila salpica la memoria y el olvido, ecosistema irrigado por las venas abiertas, tumultuosas, sulfúricas, navegables, que bajan desde aquí, desde este monte donde diviso el volcán con sus fumarolas, cenizas de viento, hongo de mariposas, esa bajura que se pierde más allá de la frontera y llega hasta el Gran Lago como los cuajipales y los tiburones y otros volcanes donde la historia se rehace y se hace y se despedaza y se rehace con fusilería y cañonazos. (pp. 44-45)

Los detalles que se iban narrando sobre este «mar verde» se me hacían familiares. Me detuve entonces y busqué al final del libro la información sobre el autor: decía que era de San Carlos. ¡Con razón se me hacían conocidas estas referencias! Corrales Arias estaba hablando de mi terruño, el olor a boñiga y el sabor a San Carlos eran evidentes en las páginas. Además, la cabanga de esta sancarleña no disminuye con el pasar de los años, sino que se mantiene a flor de piel.

Y, ¿cómo no sentirme de vuelta en mi tierra con esta novela si crecí viendo ese volcán; crecí admirando esa llanura sancarleña que, entre el anillo de cerros del Valle Central, no se puede admirar, sino solo añorar? El encontrar a mi región descrita con esa lírica insinuante de Adriano Corrales ha sido, sin duda, un placer literario que me ha permitido llegar a conocerlo a él y al resto de su obra.

Los ojos del antifaz trata sobre un joven de provincia, con espíritu revolucionario, que ingresa a la Upsalón, en el Valle Central. Allí conoce a una variedad de personajes con los cuales experimenta nuevas formas de ver el mundo, fuera de la protección de su pueblo. Él decide formar parte de un movimiento revolucionario clandestino, que tenía como objetivo reformar el mundo trayéndose abajo la injusticia social y económica, nacional y centroamericana.

Al contar la historia del joven revolucionario David, Corrales introduce voces de distintos sectores del ser costarricense, ya a través de los recuerdos de aquel o de las tertulias compartidas con otros compañeros militantes. Por medio de estas intervenciones, se percibe el desencanto de muchos centroamericanos con las injusticias sociales, las contradicciones de la revolución y el olvido colectivo del país de su historia y de sus raíces.

La novela manifiesta que la ideología de la revolución está llena de contradicciones, ya que requiere de los participantes una vida de sometimientos a un dogma con limitaciones físicas y emocionales: dejar a su familia, mentir en nombre de la causa, etc. Sin embargo, estos sacrificios, en lugar de producir la libertad anhelada, los conducen a un viaje en el “tranvía negro”, donde dejarán de ser lo que fueron para convertirse en otros: serán el otro y el otro será ellos.

Esta situación produce una paradoja: para buscar la supuesta libertad colectiva, se la debe perder individualmente. Porque, aunque sobrevivan a la guerra, la llevarán siempre a cuestas, puesto que los traumas psicológicos no les permitirán un retorno a su antigua vida. Me pregunto: ¿Vale la pena entregarse a una ideología que exige tanto a sus militantes y ofrece tan poco en recompensa? ¿Cómo se construye una nueva nación con hombres destrozados por dentro?

Solo aquellos militantes de corazón, podrán con el proceso y se mantendrán firmes hasta el final; aunque, como se aprecia en la novela, son generalmente estos los primeros en caer vencidos bajo la furia de las armas. En el caso de David, sus convicciones están flaqueadas por las dudas, a la vez, se siente coaccionado a cumplir su palabra de hombre-macho-de-pelo-en-pecho y unirse a la guerra por conservar su reputación:

Si Lucía me ama es por esto, porque soy un guerrero, un luchador por el futuro, por la vida que vendrá. […] Y si me niego ella lo sabrá y quedaré como un farsante, un vil farsante, un payaso. Además, con mi ejemplo debo probar mis teorías y es la única manera de politizarla, de acercarla a nuestras filas. […] Pero sin ella… […] Jamás pensé que separarme de una mujer de la cual uno no quiere separarse fuera tan difícil. ¿Esto es el amor? (pág. 61)

David sabe que por medio de su testimonio atraerá a más creyentes a la causa; sin embargo, dentro de sí nace la convicción de que tal vez la revolución, por medio de la guerra, no es la opción indicada, porque no solo le teme a la muerte (como cualquier humano), sino que comprende ahora su situación: está peleando contra otros como él, están ahí por las mismas erradas razones: pelear la guerra de otros.

[…] pero la guerra pasa con el trapo ensangrentado por mi cabeza, con su antifaz colorado, porque no es Juanito ni todos los compas caídos, no es por ellos, es por esta guerra, maldita guerra bastarda nunca ha sido para nadie, guerra de mierda, guerra de perros y de perras, zaguates de basura que te lamen la piel que es una patria de nadie, guerra de pendejos como el Poeta que según informes de Manolo […] desertó en las primeras papas calientes, o el Planeta que pidió ser secretario en la retaguardia para estar cerca de Camila […]. (pág. 103)

Este fragmento nos detalla cómo su fe en la revolución a través de la guerra y la violencia se va desmoronando; una vez en la lucha David descubre que nada de lo que estaba viviendo tenía los colores de la gloria y de la gallardía con los que le había adoctrinado la “Orga” durante su entrenamiento político-militar. Poco a poco el desencanto se apodera de él y por esto nos narra lo siguiente:

Afuera continúa la guerra y todo sucede al revés, ahora que he encontrado el verdadero peligro frente a frente, la situación límite, lo más difícil, la pérdida de mis amigos, los compañeros idos, no soy más libre, me ato al odio y a temores desconocidos, al escepticismo de los hombres desengañados por una liberación que solamente trae desolación y muerte. (pág. 110)

La ideología de la revolución le falló, porque el precio que David y sus compañeros han pagado no se compara con sus ganancias. Los problemas políticos continúan, los malos siguen siendo malos, las injusticias no han disminuido y lo peor, la corrupción humana y sus deseos de poder no han menguando ni un poco; y ellos, los guerreros sobrevivientes, deben regresar a juntar los pedazos que dejaron, sin el consuelo de esperar un mundo mejor, porque todo en lo que creyeron una vez los defraudó.

Adriano Corrales Arias hace un llamado a los lectores para mantener fresca la historia de cómo nos formamos como país, cómo ha surgido la nación y cuáles han sido los errores cometidos durante el surgimiento de esta aclamada democracia. Incluyo una cita del texto para ilustrar esta denuncia:

La oligarquía se inventó a un héroe anónimo, el soldado desconocido, Juan el tamborilero, para opacar la gran figura de Juanito Mora. Por eso nuestra epopeya es subterránea, la han sepultado los historiadores de la oligarquía y los escritorzuelos de mampostería. Por eso lo fusilaron y lo negaron constantemente. Y después vinieron los intelectuales liberales del Olimpo y renegaron de esa valentía y de esa vena patriótica, por eso se escandalizaron con el óleo de Enrique Echandi que representa a Juan Santamaría como un campesino mulato y patético, no como un soldado francés de la Legión Extranjera. Y hoy casi nadie lo recuerda. […] Pero este país ha perdido la memoria. ¡Este país! ¡Qué país! Siempre ha sido el país de siempre, el país de los ausentes. (pp. 149-150)

Aquí, el narrador critica el olvido por nuestros verdaderos héroes y sus grandes méritos; el olvido del historial de corrupciones, de abusos y de injusticias que muchos políticos han cometido en nombre de un determinado partido o de una causa, la cual me gustaría llamar “su propio bolsillo”. Pero el peor de los olvidos, a mi parecer, es el de nuestras raíces culturales. Los ojos del antifaz también integra reseñas de tradiciones y de costumbres muy nuestras. Basta con leer la novela para añorar los tiempos de nuestra juventud, junto a la familia, cuando nuestros padres o abuelos nos contaban sus “historias de sustos”, como la experiencia que cuenta David sobre su madre y la vecina fallecida. También nos deleita con los recuerdos de su infancia, junto a su familia, comiendo cristales de toronja rellena, cajetas de coco, encurtidos y sardinas, o jugando bola con sus amigos de infancia:

La vejiga de chancho es más suave que una toronja o que una pipa, pero cuando se seca y se infla queda bien tilinte y se juega de maravilla. Cuando la pateás se eleva caprichosamente pero aun así podés gambetear a lo Cuty Monge o despejar como Catato Cordero. Claro hay que acostumbrarse a patear a pata pelada porque todos los muchachos del pueblo tienen unos jorcos así de fuertes y grandes. (pág. 33)

En concordancia con estas visitas a un pasado feliz, al mejor estilo del flashback del cine, la novela incluye leyendas urbanas, como la del doctor Moreno Cañas y sus poderes milagrosos; la creencia de la visita de las brujas cuando no se bautizaba a un hijo o el cuento del tigre o el de la serpiente de metros y metros de largo: todas ellas están en representación del patrimonio de nuestras tradiciones, las cuales el autor nos insta a mantener vivas.

Esta novela, con la pincelada de temas que mencioné, pretende devolver al lector a sus raíces, a su historia. Porque la falta de memoria colectiva en un país permite que los mismos errores se sigan repitiendo, sean estos políticos, sociales o culturales. No pocas memorias me ha traído la relectura de esta novela, que, como la demás obra literaria de Adriano Corrales, es vasta en interpretaciones y en denuncias sociales.

Esta es una novela para pensar, para desmenuzar cada palabra y saborear cada salto en el tiempo, cada recuerdo de David. Porque estos desvíos en la narración nos producen extrañeza; en mi caso de lectora exigente, me producen fascinación. Nunca sé qué voy a encontrar en la próxima página: si una misma voz, si otra; si el susurro de un alma que sufre la horrible decepción o el clamor de un valiente guerrero que se niega a morir.

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