Lo siempre incorrecto en la esfera de lo político

Durante los últimos meses hemos procurado reflexionar en voz alta acerca de los alcances y el sentido que asume en la mayoría de las oportunidades la tan manoseada expresión de “lo políticamente correcto”, tan cara a los integrantes de las élites del poder y sus acólitos. Se trata de algo comparable a un rígido corsé […]

Durante los últimos meses hemos procurado reflexionar en voz alta acerca de los alcances

y el sentido que asume en la mayoría de las oportunidades la tan manoseada expresión de

“lo políticamente correcto”, tan cara a los integrantes de las élites del poder y sus acólitos.

Se trata de algo comparable a un rígido corsé o molde dentro del cual se asume que debe

efectuarse cualquier acción en el ámbito de lo político, de tal manera que resulte siempre

correcta. Ahora bien, esta corrección parece estar estrechamente conectada con los intereses

y juegos de poder de quienes conforman los poderes fácticos en una sociedad determinada,

los que si bien no aparecen en el organigrama ni en el discurso formal, están dotados de una

fuerza tan determinante como para imponer sus decisiones al conjunto de la sociedad.
Lo acontecido, en el mediano y el largo plazo, con los términos del contrato para la

construcción de las nuevas instalaciones portuarias en el Caribe de Costa Rica viene a ser

una demostración de la manera que tienen de operar estos mecanismos. Los intereses de

estas élites locales aparecen coludidos con los de una empresa transnacional holandesa,

denominada APM Terminals, para otorgarle a esta última el monopolio del principal

negociado de la actividad portuaria, como es el manejo de los contenedores, durante

un lapso de 33 años. En este, como en otros casos, no aparece por ninguna parte lo que

pudiera ser calificado como un interés nacional, a pesar de la maraña de alegatos de orden

jurídico que presentan los ejecutores de esta política, entre ellos el nuevo presidente de

la República, Luis Guillermo Solís. Ahora sí que hemos llegado al punto de saber, en

términos reales, quién o quienes ganaron las elecciones generales de febrero y abril de

2014, quedando reducida a un mero ejercicio retórico cualquier elaboración discursiva que

soslaye esta dimensión esencial.

Bastó que el nuevo gobierno lanzara el aparato represivo sobre los trabajadores de los

muelles de Moin y Limón, quienes como respuesta al accionar político presuntamente

correcto de quienes aparecen hoy como los principales gestores de la cosa pública,

acudieron a la huelga como última ratio para detener semejante atropello, para que una

pléyade de actores sociales y políticos se lanzaran en una cruzada en contra de lo actuado

por los trabajadores y su sindicato Sintrajap, una organización a la que han intentado

destruir por todos los medios a lo largo de la última década, pasando a acuerpar una gestión

gubernamental que en gran medida habían venido descalificando durante los meses y

semanas anteriores al estallido de este conflicto. Los grandes medios de comunicación

social, los integrantes de un poder judicial sordos a la ruptura del orden constitucional,

los sindicatos empresariales y un gran sector de gentes de la llamada “sociedad civil”

terminaron por darle rienda suelta a una serie de posturas políticas, de corte totalitario

y fascistizante las que constituyen, por así decirlo, la esencia de su utopía o proyecto de

sociedad ideal.

A diferencia de la casi siempre falsa e hipócrita “langue de bois” (como dicen los

franceses), empleada por los políticos profesionales en sus discursos de campaña electoral,

estos voceros de los poderes fácticos nos hablan de sus sueños más íntimos: Ellos quieren

un mundo sin sindicatos que hagan más caro el costo de una fuerza laboral que anhelan que

sea lo más barata posible, donde los trabajadores sean superabundantes y prescindibles en

todo momento, en el que la maquinaria se encargue de sustituir a los seres humanos, ojalá

por robots que no pongan en duda las dimensiones de lo políticamente correcto en esta era

del capitalismo neoliberal del cambio de siglo, donde no existan proyectos alternativos

de sociedad como el de la clase trabajadora y sus organizaciones, para lograr eso tienen

gobiernos y apéndices burocráticos a su servicio, con el decisivo concurso del gran aparato

de los llamados medios de comunicación social y su abrumadora hegemonía.

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