Nuestra conflictividad interna latinoamericana se origina en la estructura administrativa colonial española, proteccionista, conservadora y contrarreformista, contrastante con el progreso de las ideas, las instituciones, la democracia y el libre mercado de las hoy potencias noreuropeas y norteamericanas. Mientras que los del norte comerciaban y guerreaban (que es casi lo mismo), aprendían también a construir sociedades funcionales, aún siendo colonias; nosotros en cambio, crecimos bajo un manto de domino y estrechez ideológica, espiritual y comercial que produjo, una vez que nos independizamos, entre muchos otros efectos, una carencia total de sentido de autogobierno, de autoridad y de respeto al derecho ajeno. Autoridad entendida como una instancia ética y jurisprudencial que guía nuestros actos en pro de la armonía personal y de la convivencia social: autoridad paternal/maternal, educativa, civil. De ahí que una de nuestras principales falencias es el irrespeto a la ley; para los latinoamericanos, lo primero que percibimos de la ley, es su disfuncionalidad; es aquello que nos impide alcanzar nuestros apetitos y nuestras metas; “hecha la ley, hecha la trampa” es el primer refrán que memorizamos. Al no haber aprendido que las leyes existen, en teoría, para que la sociedad funcione y se alcancen metas comunes y para que los derechos de los demás no afecten o sometan los propios, actuamos con indiferencia y desafío hacia la autoridad y hacia nuestros conciudadanos; basta con ver cómo conducimos nuestros vehículos, a dónde llevamos a defecar a nuestras mascotas o cómo respetan los estudiantes la autoridad de sus tutores.
Desafortunadamente, este perfil sociológico engendra al político oportunista y traficante de esperanzas que tantas decepciones injerta; si nuestra autoridad política, mal entendida como dictadora o paternal o proveedora no da el ejemplo, entonces no nos pidan mucho a los demás. Durante nuestra historia colonial y republicana, fueron diversas las formas de reprimir nuestro irrespeto a las leyes de convivencia; pero con el derrumbe moral de las estructuras de control social (por ejemplo, la milicia, las dictaduras o las religiones), el crecimiento poblacional, el de las comunicaciones y el intercambio de información, la crisis de credibilidad y representatividad de nuestro sistema político disfuncional terminó de allanar el camino para saciar nuestras ansias de trasgredir la ley e irrespetar a cualquier autoridad. Hoy, lamentablemente, ya no constituye ningún problema de orden ético o policial ensuciar las calles, irrespetar los semáforos, comprar cosas robadas, copiar en los exámenes, prostituir personas o servicios; y lo aceptamos sin ningún rubor; el mal ha infestado también a las instituciones, incluso las educativas y científicas. Nuestra pantomima de orden legal persigue la criminalidad (el problema más acuciante en toda Latinoamérica), pero la impunidad campea porque tiene demasiados cómplices, en todos los niveles sociales; el otrora delincuente confeso, hoy no se diferencia mucho de cualquier chofer violento. Y cándidamente creemos que encarcelar más y más gente nos sustraerá de quienes trasgreden (algunas) leyes; cándidos, porque todas las demás, las escritas y las no escritas, las trasgredimos todos, aunque nos creamos que son “otros” los trasgresores. Solución: si la mayoría cumple su parte, empezando por el respeto a las leyes de su casa, de su vecindario, del tránsito, del trabajo; si la autoridad delegada, en cualquier nivel, es ejercida con buena fe y transparencia; si la mayoría no se colude con los trasgresores, aun cuando resultara “conveniente”; y si la mayoría sanciona con su voto al político clientelista que culpa a otros políticos o a los países desarrollados de estos males, las cosas serían muy diferentes.