La mujer de la cama 30

Sí. Es una mujer, no cabe duda. El pelo lacio y negro, tan negro como su futuro; suelto, libre como debería ser ella, su

Sí. Es una mujer, no cabe duda. El pelo lacio y negro, tan negro como su futuro; suelto, libre como debería ser ella, su familia y su pueblo, cae por su espalda como la carga que lleva encima. Tez oscura, ojos pequeños y achinados que recuerdan un origen antiquísimo de sus genes en nuestra América, de antiguas migraciones, de antiguas culturas; de baja estatura, la bata verde de hospital oculta su menudo cuerpo, que deja adivinar  los senos medianos pero firmes y henchidos, con los que continúa trasladando parte de su propia vida al crío de dieciocho meses que lleva en su regazo.

Sí. Es una mujer. No cabe duda. Una mujer que vio nacer este nuevo siglo. Una mujer sí, pero una niña de trece años que carga ahora un nuevo hombre.

Esta niña-mujer está enferma. Se le nota en su mirada escondida, evasiva; en su voz tan baja y tan fina como si no quisiera ser escuchada; en su menudo cuerpo y sus movimientos que quisiera ser casi invisible. No tiene nada más en su vida y en sus manos que su crío. Su enfermedad parece ser congénita. Una enfermedad que ha estado en su familia y en su pueblo desde hace más de quinientos años.

Sí. Es una mujer. Una niña mujer. Una niña-mujer-indígena. Está sola. Vive entre nosotros desde agosto del año pasado. Su familia gnobe está en las selvas de Talamanca, a cientos de kilómetros de distancia. Su compañero, indígena también, con la sangre y el coraje de aquellos que han resistido siempre las imposiciones de los blancos en Talamanca, cargado de frustración, seguramente, se convirtió en la principal amenaza de la niña-mujer-indígena y en un agresor antisocial.

Es de noche. Un día más y una noche más en la cama 30 del hospital, lejos del canto de los grillos y ranas, de bejucos y lianas, de jaguares y congos, de hermanos y padres, de ceibos y helechos, de noches estrelladas y cielos rotos, de los olores y sabores de su gente. Solo el hombrecito que exige todo de ella, su razón de ser…

Josefina, como le llamaremos a esta niña-mujer-indígena valiente, está en manos ahora del PANI y de las autoridades competentes. Pero la causa de la enfermedad está allí. O, mejor dicho, estamos aquí. Somos nosotros “los blancos”, que no nos han importado nada. Que las vemos en las aceras vestidas con sus coloridos trajes, largos hasta los tobillos, con bordados de “caballitos” de diferentes colores, no precisamente viendo los escaparates y vitrinas, sino allí sentadas en las aceras, con pies descalzos, cuerpos añejos, rostros cansados, miradas perdidas, niños hambrientos, ante las miradas indiferentes de lo que son, de lo que representan para nuestro pueblo, cultura e idiosincrasia. No son más que estorbos en las aceras, como lo han sido sus familias, sus gentes y su cultura para el progreso del hombre blanco, que no hemos hecho otra cosa más que estrechar los territorios en los que han vivido históricamente, que hemos tratado de desaparecer su cultura, sus teogonías y cosmogonías.

Así como el jaguar está en peligro de extinción y sabemos que para salvarlo lo que requiere es espacio, territorio selvático con todo lo que esto implica y dejarlo ser jaguar, así deberíamos hacer con los indígenas: devolverles los territorios que les pertenecen y dejarlos ser ellos mismos, respetar sus culturas, sus saberes, sus creencias. Al final de cuentas, son los indígenas quienes, desde nuestra medida, “no tienen nada”, pero en realidad lo tienen todo para sobrevivir a las transformaciones de la naturaleza y permitir la continuidad de la humanidad sobre este hermoso Planeta.

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