LO INSANITARIO DE UN SERVICIO PÚBLICO

No se trató de un experimento antropológico. Es una dura realidad. Comienza con el vaho que golpea la cara, pese a que afuera huele

Hace días leí un artículo sobre el comportamiento de los hombres en los baños públicos y, pese a la existencia de otro sobre mujeres, prefiero mi versión sobre lo insanitario del servicio público.

No se trató de un experimento antropológico. Es una dura realidad. Comienza con el vaho que golpea la cara, pese a que afuera huele a contaminación, cigarrillos… que es lo mismo, a basura de recipientes aledaños, a corrupción o simplemente a montón de gente envuelta en ropas por donde ha pasado el día.

Entrar a un baño público generalmente supone una fuerte exposición química, más que mezcla de perfumes finos y baratos, huele a lo que es: orines y caca que emerge del inodoro o de los alrededores de la “tasa” adonde nunca llegó.

Al llegar a un servicio insanitario, de restaurantes bien ticos y otros que dicen operar bajo el lente de una franquicia, instituciones públicas y privadas y, por supuesto, centros de estudio; supone abandonar principios ambientalistas bajo la defensa de mi integridad física y mental.

Aprendí que no debo dejar para último minuto ningún apremio fisiológico si no estoy en casa. Y no por cuidado a mis riñones ni intestinos, como aconsejan los médicos. No. Velo por la conservación de mi ropa, cuando, y pese a mis apuros, tengo que empapelar el retrete, luego de haberlo limpiado por encimita, con mucho asco y mucho papel.

No entiendo como una mujer “pringa” cerca de la tapa. Una vez, en esas esporádicas conversaciones de mujeres pregunté sobre el tema… alguien señaló: “bueno, yo he oído que algunas se paran sobre la tasa”.

Además de mi asombro por ese amor a los deportes de alto riesgo, donde la integridad y la dignidad se ven comprometidas al hacer equilibrio en un retrete donde cualquiera puede resbalar, en especial cuando se trata de un inodoro robot (pieza principal blanca, tapa primaria verde, evidentemente de un retrete más pequeño y generalmente quebrada de tanto que se tira o se posan sobre ella, según entiendo ahora; tapa de tanque, cuando tienen, amarilla o de madera cuando se improvisa), sentí molestia.

Claro, si depositan todo el peso de su cuerpo en toda la pieza de porcelana para no hacer contacto cercano del primer tipo, entre su cuerpo y el inodoro, ensuciándolo más con las suelas de los zapatos, ¿por qué no limpian luego las tapas? Digo, ¿lo expulsado no es producto de sus entrañas?

Le toca a la pobre víctima que sigue en la fila, enfrentarse al espejo de la naturaleza que rebosa y rebasa el inodoro y sus alrededores. Que además con el paso del tiempo y la suma de todos los hábitos singulares de otras y previas clientes, hacen de ese ambiente íntimo y sobreacogedor, de descargas fisiológicas y emocionales, de encuentro de confidentes, de lágrimas y risas, de chismes y matráfulas, el peor lugar para defender una conciencia en equilibrio con la naturaleza y el placer de la liberación.

No creo que sus casas se encuentren en tan deplorable estado de abandono y desprecio. Tal vez sea la falta de solidaridad que en el mundo del “Yo, para mí y conmigo, porque lo digo yo” prima, la misma que abriga el consumismo y que nos sobrestimula hacia la ley de la perversión donde “lo que pasa no es mi problema”.  Tendré que seguir expuesta a este entorno, obligada a las recurrentes descargas de agua y justificado abuso del papel, los cuales me permitan atender mis necesidades fisiológicas, en tanto no pueda disfrutar de la comodidad e higiene de mi hogar.

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