Siempre es encomiable que a los jóvenes bailarines-y aspirantes a coreógrafos-se les estimule con el mejor premio posible: la confrontación con el público. Más que el necesario fogueo escénico, el público es la medida de todas las cosas. Para bien y para mal.
El Conservatorio El Barco, del Taller Nacional de Danza bajo la dirección de Jimmy Ortiz, donde se han estado formando bailarines recientemente, presentó en el Teatro Nacional de la Danza entre el 8 y el 10 de septiembre dos títulos cuyo objetivo, aun si por distintas vías, era ese estímulo.
El primero, «Cólum por enema», la segunda obra de un novel coreógrafo costarricense, José Andrés Álvarez. Tan sólo tiene 25 años, edad romántica si se piensa en cierta literatura–¿todo lo que escribió Rimbaud no fue antes de los 20 años?–, pero no en la danza. Ésta es más reacia a entregarse tempranamente a los creadores. Más que pudor, es cuestión de oficio. Así, aprenderá Alvarez que no basta una «buena idea»-ese término médico de resonancia escatológica-para hacer coreografía. Las «buenas ideas» pueden ser muchas, como la de este proceder que evoca la violencia ejercida en lo físico, pero otra cosa es adecuarla en una relación que los antiguos estetas llamarían de «forma-contenido». Si la «forma» no es elocuente para expresar lo que se ha propuesto el coreógrafo, según lo enarbolado en las notas al programa, mejor sería haber prescindido de éstas, y que cada cual se imagine lo que quiera, aún manteniendo el mismo título. «Astucias» que vendrán con el tiempo.
Decurso que curiosamente fue el tema del segundo título, «Hay un tiempo», remitente al Eclesiastés. Con coreografía del alemán Stephan Brinkmann (1966)-maestro de la prestigiosa Folkwang Schule de Essen–, se trata de otra «buena idea»: la sucesión temporal se acomoda naturalmente en la de la danza, no tanto por el «as time goes by» («como el tiempo pasa») del viejo Sam en «Casablanca» sino porque el que haya un tiempo para cada cosa, según la inefable escritura, condiciona en su sencillez-y en su profundidad-el propio tiempo y la estructura de la coreografía.
Sin embargo, se percibe que la pieza hubiese podido ser más efectiva justo si hubiera sido más sencilla, o sea, menos bailarines en escena. Lo sucinto de su enunciado, ya de la mano de la síntesis poética que conocemos de la Biblia, acaso no pedía mucho más. Pero, era evidente que había que poner sobre las tablas a todos, lo cual, ya sugerimos, no es desdeñable sino digno. Y en la configuración de los grupos, sobre todo en los primeros cuadros, Brinkmann se mostró convincente, con algunas reminiscencias de un temprano Jiri Kylian, o una ración de danza «corporal» entre tanto «teatro».
El Barco de Jimmy Ortiz, ese avezado coreógrafo y artista, en esta compulsoria confrontación con el público, se apuntó el tanto de que, en este caso, fue para bien. Si señalamos que un coreógrafo no está aún maduro o que el otro respondió a lo contingente, lo fundamental es que ambos contaron con una materia prima dúctil para crear.