El cine argentino siempre ha sido importante, mal que bien, y allí sigue, debatiéndose en la convulsa historia política y económica de la llamada California suramericana; con logros maravillosos y vanguardia continental junto a las industrias mexicana y cubana, favorecidas éstas, eso sí, por la generosa fidelidad de su público local.
Luego de la noche brutal de los militares, del Mundial 78 y del desaguisado de las Malvinas, en la débil democracia resurgió con fuerza el cine y su estandarte fue un laureado drama político familiar, ópera prima de un publicista, Luis Puenzo: «La historia oficial». Dos versátiles artistas trazaron el retrato de un genocida y la dolorosa toma de conciencia de su esposa, la que descubre a una hija ajena, arrancada de sus verdaderos padres, víctimas del régimen de seguridad nacional. Héctor Alterio y Norma Aleandro, ambos, veteranos y consagrados, se encuentran de nuevo en sus papeles de marido y mujer en el amable y muy diferente relato de Juan José Campanella, nominado al Óscar como Mejor Filme Extranjero (premio que sí obtuvo, en su hora, «La historia oficial»).
Ya no son arquetipos, valen por su pequeña dimensión personal. Ya no es el escándalo de la opresión político militar que también denunciaron, por ejemplo, «La noche de los lápices» y «Garage Olimpo». Es la lucha de los pequeños individuos, arrollados, sin embargo por la misma maquinaria, ahora política económica.
Trata de cómo arreglan sus vidas en la crisis que los asfixia y de cómo aprenden a llevar el sufrimiento, a querer a sus allegados y a soñar para, así, en sus corazones, derribar los muros de la inequidad, mientras los devora inexorable un sistema social injusto.Como en «Herencia» de Paula Hernández, un restaurante familiar está en el eje de la trama: y como en la genial «Lugares comunes» de Adolfo Aristarain, la tormenta social obliga a personas maduras a cambiar su rumbo intempestivamente.
Campanella se sirve de la destreza de sus veteranos y de una actuación fresca y convincente de Ricardo Darín como el hijo. El amigo del hijo, un actor lleno de brío y extravagante sinceridad, le agrega riqueza al cuadro. Ingeniosos diálogos cotidianos, llenos de chispa y rebosantes de humor, mantienen el interés. La anécdota, que recuerda el mundo mágico de Eliseo Subiela, es hermosa y cautivante. Como en un personaje de Fedor Dostoievsky, importa el acto, ese gesto definitorio que da sentido a la vida y que no comprenden los mercaderes utilitaristas, cuya pobreza espiritual se propaga como la neumonía típica de nuestro tiempo.
Argentina naufraga, pero sus artistas se yerguen dignamente dando testimonio del destino que enfrentan. Hay que escucharlos.