Adolfo Constenla Umaña y Sibú, el dios que habla cantando

La primera vez que oí de él fue por su primo —mi compañero— Federico Guendel Umaña. Federico me contaba de un tal Constenla que

La primera vez que oí de él fue por su primo —mi compañero— Federico Guendel Umaña. Federico me contaba de un tal Constenla que tenía el garaje de su casa lleno de indígenas guatusos.

Sí que pasó mucho tiempo… Fui y vine de Alemania para sacar mi Diplom y después mi doctorado. Fue entonces y solo entonces, cuando me comencé a interesar por las ciencias del hombre: la antropología y la arqueología. Esto todo de la mano de mi querida doña Maru (María Eugenia Bozzolli).

Claro que un astrofísico metido a etnólogo no parece muy común, sin embargo deben de recordarse de Bronisław Malinowski y del propio Richard Feynman.

No recuerdo quién me lo presentó: si fue don Enrique Marguery, del cual tendré que escribir en otro momento; doña Peggy von Mayer, mi profesora de mitología; o talvez mi amiga Carla Jara. El hecho es que siempre que nos encontrábamos, hablábamos. Unas veces de Sibú, que yo hacía hijo de la luna, y por eso el diablo o dios blanco; y otras de la dispersión de las lenguas chibchas en el mapa 4 de su libro. ¡Pero cómo nos entreteníamos y que buenos ratos pasamos!

En el congreso de americanistas en Ecuador, me invitaron esos lingüistas para hablar del reloj talamanqueño en la sesión de don Enrique, y de la dispersión de las lenguas chibchas y la actividad volcánica en otra de las sesiones. Buena comida y compartir habitación con mi amigo don Carlos Aguilar Piedra, que Dios me lo tenga excavando ruinas en los cielos.

Adolfo y yo nos topamos alguna vez en la misión de Amubre, en la cual estaba hospedado con mi hija Fiorella, compañera de algunas de estas locuras de su padre. La misión es un pequeño reducto alemán enclavado entre ríos, donde los Bernardos eran los reyes y mi apreciada Elena Francis era la reina. Me servía que tanto mi hija como mi persona hablábamos alemán.

Nunca olvidaré la vez que fuimos a buscar a una viejita para que le contara un cuento, canción o verso. Fue una travesía bella, donde el guía indígena nos iba instruyendo, como siempre lo hacen, sobre el bosque en Talamanca. El cacao pequeño y dulce que se debe  recolectar utilizando su misma hoja para que las diminutas espinas no se te incrusten en las yemas de los dedos. El galleguito que mueve su cabeza para decir que el estuvo allí, en el entierro de la mujer mar. Miles de detalles de ese universo holístico de la selva, donde el mito es realidad y la realidad no es más que el mito que se vive en ese instante.

En el rancho de la viejita fue la primera vez que vi un berbiquí bribri, que lo utilizan para hacer pequeños agujeros y que pienso que talvez se utilizó para prender el fuego. En primera instancia parece que lo etéreo —y no la tecnología— es lo de ellos. ¡Pero qué equivocado me encontraba! Al verlos construir sus casas, sus caminos, secar los ríos y trasladar esas pesadas rocas para moler a la orilla de las corrientes de agua, cambié de opinión.

En otra ocasión era el cumpleaños de Mario Nersi. Esa vez sí que gozamos mucho en la fiesta donde el mismo Mario tocaba, con su único brazo, el güiro en el conjunto; y al son de esa música tan panameña el ánimo subía a la luz de la chicha. Poco después, vi a mi amigo Adolfo integrado al baile del sorbón. ¡Qué festín hicieron cuando les regalé unos de mis predilectos habanos Cohíba! El tabaco debe de ser algo ancestral, que como dicen los antropólogos, sería un símbolo de status.

Ya mi compañero Adolfo no está… me siento solo y no puedo disfrutar más de su atinada conversación, de su siempre emergente dominio del idioma y de la lingüística; pero siempre recordaré sus consejos de usar tenis de tela para ir a Talamanca y cruzar con ellos los ríos detrás del colibrí que deja la huella de Sibú, el dios que habla cantando.

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