Alejandro Aguilar Machado y Marco Tulio Salazar

Yo era un estudiante de esos despistados -por cierto que no éramos pocos- que iban a entrar a la Universidad sin saber qué carrera

El artículo de don Víctor Valembois (L.N. 13-04-2010), invitando a rescatar la memoria del general Volio, me hizo recordar los tiempos de estudiante recién graduado del Liceo Costa Rica Nocturno, así como  los primeros pasos en las aulas del edificio de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica.

Yo era un estudiante de esos despistados -por cierto que no éramos pocos- que iban a entrar a la Universidad sin saber qué carrera seguir.

Por eso tomé quizá una de las decisiones más importantes de mi vida: buscar el consejo de un señor que sin conocerlo por su nombre me resultaba de confianza.

Vestía traje, corbata, un elegante sombrero y se ayudaba con un bastón para bajarse del bus y conducirse con paso lento a su pequeña y pintoresca casa ubicada en una lomita, justo al lado donde  paraban los buses de San Josecito de Alajuelita.

Se decía que había sido profesor en el Liceo donde me acaba de graduar.  Toqué la puerta con timidez y fui recibido con gran gentileza por aquel insigne personaje.

Toda su casa era una gran biblioteca y eso me impresionó muchísimo, pero más aún sus sabios consejos: no elijas una carrera pensando en el dinero que te pueda reportar en un futuro si no la que más te guste; para ello  matricúlese en diferentes materias y decídase por aquella carrera relacionada con la materia y el profesor que más le llame la atención.

Al despedirme, muy agradecido por sus consejos, se acercó a uno de los estantes de su biblioteca y tomó un pequeño librito de su autoría y lo puso en mis manos (aún lo conservo como una reliquia); se trataba de unas conferencias sobre el historicismo en Dilthey, dictadas en el Colegio de México.

Don Alejandro Aguilar Machado me condujo sin proponérselo, y sin llegar a saberlo, hasta otro gran maestro como lo fue don Marco Tulio Salazar. Esbelto, de buen porte y buen vestir -en eso se parecía a don Alejandro-, iniciaba sus clases casi siempre  con una anécdota para convertirla en una conversación entre amigos. No sabía exactamente qué era y para qué servía la sociología pero, siguiendo el consejo de don Alejandro, no tenía duda alguna que eso era lo que yo debía estudiar. Aquel maestro más que atiborrarnos de  conocimientos nos enseñaba a imaginar  y crear; es decir, el arte de  vivir con sentido. Como muchos otros maestros formados en Bélgica, don Marco Tulio Salazar, supo mantener sus pies, mente y corazón en suelo tico. Me pregunto ¿qué enseñaban en Bélgica que hacía que sus graduados al regresar se sintieran tan comprometidos con las más nobles causas de su patria?   

Años más tarde me encontré con don Marco Tulio en los alrededores del parque de Heredia, como siempre conversando con sus amigos; provocativo y de humor fino, invitaba a pensar y a soñar mundos más humanos. Tuve la dicha de poder agradecerle en vida la inspiración que él había sido como maestro. Sigo añorando aún encontrarme con don Alejandro para comentar su librito sobre los aportes del filósofo Dilthey; eso sí en su pintoresca casa-biblioteca que espero aún se conserve.

No quisiera que este relato anecdótico  se convierta en un “maquillaje” más -de esos a que hace alusión don Víctor recogiendo la acertada crítica de doña Yolanda Oreamuno- de la imagen y el legado de tan ilustres maestros; más bien en una invitación a retomar sus senderos y profundizar en sus valiosos aportes, que hoy continúan alimentando el “alma” nacional. 

 

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