Hace un mes falleció mi amiga de toda la vida, Marieugenia Ortiz Morales. Nos conocimos desde siempre: vivíamos en el Barrio de Otoya, a escasos cien metros una de la otra. Nacimos el mismo año, allá por 1930, ella en noviembre y yo en diciembre. Nos hicimos amigas antes de aprender a hablar o a caminar y crecimos juntas.
En los 78 años de vida que, gracias al Señor convivimos, compartimos una amistad profunda y sin condiciones. Tímidas las dos, talvez fue eso lo que nos hizo amarrar por siempre el privilegio de una amistad llena de lealtad, compañerismo, armonía y cariño.
Gozábamos de todo, compartíamos todo, me encantaba ir a jugar adonde su abuelita materna donde vivía con su mamá, doña Graciela Morales Flores y su hermana Marielena, pues la casa tenía un espacioso jardín que nos permitía retozar sin peligro. Su papá, el doctor en odontología Francisco Ortiz, había muerto cuando sus hijitas eran muy pequeñas.
A los siete años yo entré a una escuela pública -ella ya estaba en el Colegio de Sión, en ese tiempo de una elite- donde desde el uniforme: capa y sombrero, marcaba la diferencia. Nos veíamos menos, pero el destino es grande. En 1940, las escuelas públicas no abrieron en marzo. Mi padre, enemigo acérrimo de la vagabundería, decidió cambiarme al Colegio de Sión que sí comenzó clases a tiempo.
Me reencontré con mi amiga y por muchos años compartimos aula, estudios y tareas. Desde entonces no nos hemos separado, pues cuando me fui a estudiar a San Antonio, Texas, ella se fue a Los Angeles, California. Nos escribíamos continuamente.
Cuando regresamos al país en 1948, graduadas de High School, nos veíamos todos los días. Yo seguía viviendo en Barrio Otoya y ella en Aranjuez. Estábamos a un paso.
Marieugenia fue una chiquita como todas, pero después de los 15 años se transformó en la más hermosa flor. Nunca envanecida por su belleza, siempre sencilla, elegante por naturaleza, se vestía como una reina con el detalle de una bufanda o un prendedor.
Ignoraba con humildad el caos que su belleza producía en la Avenida Central de entonces, entre hombres y mujeres: era preciosa, una de las mujeres más lindas de la Costa Rica de la época.
Atesoro los lindos recuerdos de la juventud de aquellos años: las vacaciones en San Joaquín de Flores, la melcochas danzantes, las serenatas, los noviecillos de vacaciones y, luego, ya casadas y con hijos, las inolvidables temporadas en la cabaña del Irazú.
Contrajimos matrimonio el mismo año, en 1950 – ella en junio, con el doctor Manuel Aguilar Bonilla -yo en noviembre con Jorge Artavia Hernández.
Criamos a nuestros hijos en el Barrio Escalante, donde fuimos vecinas otra vez. Sus hijos: Marcela, Manuel y Carlos, todos profesionales de gran éxito, son el producto de su dedicación y amor con disciplina. Nuestros hijos fueron los herederos de nuestra amistad y disfrutaron de las simples temporadas en Patarrá jugando futbol y comiendo jocotes.
Tuvimos la dicha de ir juntas a Europa, en un largo viaje de más de dos meses, y conocimos las bellezas que don Paco Amighetti nos había enseñado a apreciar en sus clases en la Universidad de Costa Rica, a la que asistimos ya maduras, después de formar a nuestros hijos. Fuimos alumnas de muchos temas y por muchos años, lo que convirtió a Marieugenia en una gran conocedora de arte, pintura e historia.
Hace más de 20 años Marieugenia y Manuel se vinieron a vivir a La Garita de Alajuela. El destino hizo que Jorge y yo también cambiáramos de aires y hace diez años nos afincáramos en Turrúcares, a escasos diez minutos de los Aguilar. Eso nos permitió seguirnos viendo muy a menudo, ya en otra etapa de nuestras vidas. Todos los días del mundo hablábamos –cuando no en persona por teléfono- en conversaciones interminables.
Nunca dejamos de reírnos juntas, ni de comentar sobre los más diversos temas. Sus juicios y opiniones eran diferentes, exigentes y siempre muy acertados.
Ahora que ella se fue con los ángeles – de quien fue una gran devota- la siento más cerca. He llorado y seguiré llorando su ausencia. La última vez que hablé con Marieugenia ya internada en la clínica, hace escaso un mes, cogió mi mano y me dijo: “amiga del alma”.
Esa fue la despedida hasta que nos volvamos a encontrar.