Educación maleducada

Educación es una palabra presumida hecha a las reverencias, niña de los ojos de cada político en campaña y heraldo del dios progreso. Halagada

Educación es una palabra presumida hecha a las reverencias, niña de los ojos de cada político en campaña y heraldo del dios progreso. Halagada hasta la zalamería en foros y discursos en su honor, aplaudida apenas pronunciada, se ha crecido aupada por los mismos piropos que desenraizan su esencia: suspendida en las alturas de tanta vanidad, no distingue las miserias que, a ras de suelo, se empeñan en desmentirla.

La lección magistral, otrora modus operandi del círculo académico y en el presente vestigio antediluviano para los visionarios, se apoca ante la avalancha de ideas e “inspiraciones” –eje del TEDx Pura Vida 2013 (La Nación, 22/02/13)− de oradores carismáticos que, a diferencia del profesor engolado sentando cátedra desde la infalibilidad, hacen de la duda virtud, consideran que cualquier tiempo pasado fue peor y celebran la ubicuidad de dispositivos electrónicos que vomitan enciclopedias en un solo clic; no obstante, a pesar de tan efectista cambio de vestuario, me temo que se trata del mismo perro con distinto collar.

Mientras algunos creen que la panacea consiste en incorporar la tecnología digital a la enseñanza, cerebros del Silicon Valley escogen colegios sin computadoras para sus hijos; Pierre Laurent, empleado de Microsoft y uno de esos padres contrarios a la hiperconexión, afirma que “la pantalla perturba el aprendizaje y disminuye las experiencias físicas y emocionales”  (Le Monde, 27/04/12). Lo que urge es humanizar a los niños, no robotizarlos.

¿Qué significa, para empezar, educación? En buena lógica, ser educado, esto es, atento a los demás, empático, la amabilidad triplicada que defendía Henry James como lo más importante en la vida. ¿Por qué, entonces, abundan los maleducados entre los “educados”? A menudo se cita el holocausto nazi para ilustrar esta contradicción aparente: la élite alemana, culta y refinada, perpetraba atrocidades que compatibilizaba con la ópera y la poesía. George Steiner lo sintetiza magistralmente: las humanidades no humanizan. “Es en este sentido paradójico cómo el culto y la práctica de las humanidades, del bibliófago y del sabio pueden perfectamente deshumanizar” (Los lógocratas, ed. Siruela).

Más cercana en el tiempo, y aún heridos por sus feroces dentelladas, la recesión global iniciada en 2008 fue orquestada por instruidos banqueros  provistos de tantos títulos técnicos bajo el brazo que olvidaron autenticarlos con el sello de la honradez (véase el oscarizado documental Inside Job). La actual crisis económica es espejo y consecuencia de otra, mucho más grave, de valores. El progreso antes mencionado se parece al dios romano de las dos caras, Jano, cuyo desdoblamiento le otorga patente de corso para gesticular vehementemente su adhesión a la justicia con una mano y robar con la otra.

La incoherencia lo pudre todo, como a esos sacerdotes que se llenan la boca de amor y solidaridad en sus arrobados sermones y en cuanto bajan del púlpito son duros y mundanos (los seminarios deben ser eficaces escuelas de disociación) o a gurús de la autoestima odiosos sin la careta (tal como Barbara Ehrenreich descubre al mítico Martin Seligman en su ensayo Sonríe o muere). Una de las personas más brutas que he conocido es –por favor, no se rían− Doctora en Educación. Por razones que no vienen al caso conviví con ella unos días de infausta memoria en los que desplegó su repertorio inagotable de muestras de grosería cum laude, convenciéndome del fracaso de las mejores universidades por no implementar la cortesía y la ética como asignaturas troncales en todas sus carreras.

La propuesta del ministro Garnier de inculcar una “educación subversiva” –que no sólo es una barbaridad ontológica, sino también léxica como chirriante oxímoron− constituye un claro ejemplo de instrumentalización: la educación es el principal vehículo de transmisión ideológica de los regímenes totalitarios (expertos, por otra parte, en la jerga democrática).

Gracias a la igualitaria posmodernidad y al auge del feísmo, hoy pasa por cultura lo que no es más que bazofia. La conciencia, maleable y tendente a la justificación, es un lazarillo ciego para ciegos. La ética, por el contrario, es luz (coincidente con el origen semántico del vocablo educación, “sacar a la luz”) como guía confiable de sus principios subsidiarios de cooperación e integridad en todos los ámbitos. El gran Hermann Hesse desmitifica así la pseudoeducación: “los libros sólo tienen valor cuando conducen a la vida y le son útiles”.

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