La terca posición de ciertos individuos, y de algún desafortunado excandidato presidencial, de ubicar el germen de la criminalidad en los paradigmas de lo punitivo, supuestamente laxos, evidencia una miopía grosera.
Se nos presenta adecuado el término «miopía», ya que es notoria la incapacidad de algunos sujetos para discriminar entre los momentos de la delincuencia: la prevención, el delito en sí y la sanción o pena.
No se ha logrado iniciar el análisis de tales puntos, pues ha estado ausente el examen riguroso sobre los orígenes y las consecuencias de lo delictivo.
Más bien, ha crecido la demanda por un improvisado recurso tendiente a vigorizar un modelo hiperbólicamente represivo –y equivocado– de penalización de la delincuencia, ya sea censurando a las leyes «muy suaves» o bien, a la «alcahuetería» del sistema con los que delinquen.
Todo esto, aunado a una incorrecta cobertura mediática del fenómeno del crimen, genera un miedo cerval en la gente. Las banderas del populismo punitivo fácilmente se enarbolan en tal contexto.
Esta corriente, también llamada neo-punitivismo, se asocia con lo que Günther Jakobs define como «Derecho Penal del Enemigo» (Feindstrafrecht), esto es, la división de la sociedad en ciudadanos y enemigos, de modo tal que a cada grupo le toca una distinta Legislación Penal: a los ciudadanos, quienes actúan conforme a Derecho, se les reconocen sus garantías procesales; mientras su contraparte, los enemigos, son cobijados por otro fuero, el cual no incluye estas prerrogativas, pues al violentar la ley pierden sus beneficios.
Esto es algo totalmente contrario al garantismo penal, el cual sí acepta el rol vital que el Debido Proceso juega a la hora de castigar con absoluto respeto por la inherente dignidad humana.
Parangonar a este con el abolicionismo es vil, dado que el último premia la impunidad, senda que también es negada por el garantismo, el cual lejos del libertinaje, busca humanizar al Derecho Penal. Y esa vía, respetuosa del orden constitucional y de los Derechos Humanos, es la más apta.
Por otro lado, advertimos que la política criminal jamás revertirá las malezas que no logra sanar la política social; esperar que la primera ocupe el lugar de la segunda es errado. Los que por ahorrarse la difícil empresa, política e intelectual, de frenar la desigualdad –cuna de lo delictivo– mediante más gasto social, son los mismos que luego recetan el vago paliativo de abrir más cárceles.
Ser tan cándido como para pensar que el día en que hayan más encarcelados «endulzará sus cuerdas el pájaro cantor / florecerá la vida / no existirá el dolor» es una falta de sensatez tan enorme como la que cometen estos incautos estudiantes al tomar las letras del gran Gardel, con el vulgar objetivo de ilustrar la apoteosis de la pereza festejada por populistas, gandules y leguleyos.
Por desgracia, el populismo punitivo es seductor. Cada vez son más quienes piden penas altas –por ejemplo, para conductores ebrios– ignorando que ni la norma ni el castigo son la solución de cada problema. Idéntica petición se da en el tema de la seguridad ciudadana, olvidando que es inocuo aprobar penas mayúsculas mientras esas zonas urbano-marginales -caldo de cultivo para la delincuencia ya que a ese ámbito pertenece el grueso de la población penitenciaria– sigan proliferándose, como legado de gobiernos que han relegado lo social a un plano residual.
Los falsos remedios que políticos ofrecen a las masas, después de ser estas confundidas por ciertos medios de comunicación, nos lleva a la pregunta de si será este orden de cosas el que queremos para el país. Entiéndase que no perseguimos eximir a la delincuencia de su evidente cuota de culpa en la pérdida de la paz; quienes escribimos estas líneas lo único que buscamos es externar nuestro desvelo por la imperfecta lógica anhelada, que pretende combatir fuego con fuego, desatendiendo la cuestión preventiva (política social) y atropellando los parámetros propios de un Estado de Derecho (garantismo penal).