Los medios de comunicación más importantes, desde The New York Times hasta El País, han relatado la historia de Toy Davis, un hombre que, proclamándose inocente de un delito de homicidio, intentó durante veinte años zafarse de la cárcel y demostrar que su condena había sido una injusticia. Una falla más del sistema judicial que como cualquier institución no es infalible y corre el riesgo de cometer gravísimos errores. Ya es tarde.
Uno puede escaparse de una celda, incluso cifrar sus esperanzas en que los ritos y las formalidades legales contribuyan en algo. De donde no se puede fugar es de la tumba. Toy Davis fue asesinado legalmente –o ejecutado ¡que suena a gente civilizada!- la madrugada del 23 de septiembre pasado. Francia, el Vaticano y Amnistía Internacional se cuentan entre los gobiernos y organizaciones que intercedieron para pedir la conmutación de la pena. Todo fue inútil
No voy a insistir en las dudas que se ciernen sobre este caso, ni en las abundantes inconsistencias que han ido surgiendo. Tampoco en el tufo racial y discriminatorio que se apunta, con robusto respaldo, tuvo el proceso en el que Davis fue sentenciado. Mucho menos, por reiterativo, en las implicaciones éticas de la pena de muerte; ese es un tema superado, aunque haya Estados que sigan matando con la tranquilidad que da saber que todo se hace “de acuerdo con la ley”.
En lo que quisiera detenerme es en la reacción de los familiares de la víctima, un policía del Estado de Georgia. En todo momento clamaron porque la sentencia se cumpliera, incluso la madre y los hijos anunciaron que acudirían a la “ejecución”. Están convencidos de la culpabilidad de Toy, y querían venganza. La consiguieron. En el caso de los familiares del policía muerto hay una cuestión autorreferencial y en esos momentos creer que la rabia y la frustración no influyen es pedir mucho, demasiado tal vez.
Lo que me angustia es sentir que en otros escenarios más cercanos al nuestro, y sin ir precedidos de experiencias puntuales que desaten esa clase de sentimientos de odio y venganza, lo que se reclama un día sí y otro también es lo mismo: venganza.
Cuando en el tema de la inseguridad se extraña que no vaya más gente a la cárcel, ¿qué mostramos como sociedad? La preocupación no es que haya una sociedad más igualitaria que hará de por sí que la delincuencia descienda; la preocupación primaria es que las cárceles no estén atiborradas de gentuza.
Porque hay una cosa que a mí siempre me llama la atención. Se dice que los malos están afuera y los buenos adentro, encerrados en sus casas, yo digo ¿quiénes son los malos? Muchos –sino la mayoría- de “esos malos” son los típicos cacos que andan por la calle, drogados hasta el fondo, provenientes de los arrabales y las zonas más deprimidas y conflictivas de nuestras inclusivas ciudades. ¿No hay en ello un componente de discriminación también? Ciertamente hay varios tipos de delincuencia, pero en esta clase –la más común y artesanal y la que afecta de modo directo la rutina diaria- intuyo que para algunos las cosas funcionan así. La cárcel como venganza social para los malos.
Los malos que nos perturban no son los que desfalcan a la Caja por acción u omisión, no son los que han mamado de las instituciones públicas a vista y paciencia del resto, no son los culpables de que medio mundo esté empantanado en una crisis económica pagando las facturas de su ambición desmesurada, no son los astutos que evaden impuestos. ¡Qué va! Esos no son los malos. No nos damos cuenta, que es allí en buena medida, donde está el origen de la delincuencia, en la desigualdad que nos ha ido consumiendo y de la que los malos son, cuando menos una gran parte de ellos, víctimas también.
Indignarse de lo que pasó Toy Davis, con justificados motivos, y no ver en esto un modelo de sociedad que clama venganza y la expresa(mos) de diferentes modos, si se quiere, a grande y pequeña escala, me parece una hipocresía escalofriante.