Es obvio que a la hora de analizar la aplicación de la Constitución Política en los diversos ámbitos costarricenses, como bien lo hizo recientemente en UNIVERSIDAD el conocido jurista Jorge Enrique Romero, sobre las interpretaciones “sui géneris” hechas por el TSE respecto a recuento de votos, subyace siempre la pregunta:
¿Qué clase de “poder” tenemos?; ¿cuál es el “poder” aplicado? y ¿cómo se aplica dicho “poder”?
Coincido plenamente con Francisco Ávila – Fuemayor (“El concepto de poder” en Michael Foucault, en revista de Filosofía sep 2007), que los conceptos latinos “potestas” y “facultas” nos remiten siempre a la concepción del “poder” como potestad o facultad para ejercer un dominio, que no es otra cosa que las acepciones de “poder” brindadas en su momento por el ilustre jurista y filósofo español Diez Picasso.
Entonces de lo que se trata es de revisar las actuaciones de quienes facultamos para ejercitar los poderes y que ellos hayan actuado conforme al espíritu del legislador constituyente o, si por el contrario, a quienes otorgamos la facultad para ese ejercicio lo hicieron según su apreciación y las necesidades políticas para sí o para otros. Es lo que llamo “relativismo constitucional”, como estrategia intelectiva en la cual todo cabe y cada quien revuelve al mejor estilo de una receta de cocina, según necesidades inmediatas.
Este “relativismo constitucional” encuentra en la acepción “pueblo” su trampa metodológica, cuando nos dice que ese concepto jurídico es remoto e inmanejable; o es sumamente amplio y difuso, estrecho y limitado, según sean las necesidades de quienes hacen del relativismo su caballo de Troya. Siguiendo la línea del pensador Conrado Fggers Lan (en revista “Naturaleza y cultura”) no hay porque extraviarse, si diferenciamos el concepto “pueblo”, “población”, “país” y “nación”, generalmente usado indiscriminadamente aquí y allá.
El “pueblo”, salvo mejor criterio, configura una existencia real y es una ligazón de los habitantes de un país en torno a un objetivo común, un vínculo, que lleva implícitamente una voluntad de acción, o directamente un accionar conjunto; a sabiendas de que existe la posibilidad real que no todos estos habitantes se involucren en la participación de una meta común. Venezuela o Bolivia me vienen a la mente. No por eso el concepto pueblo pierde vigencia. Cuando no todos participan en la búsqueda de estas acciones entraría la ciencia política y la sociología a explicarnos por qué no lo hicieron o a la acción política de quienes no participan tratando de revertir la situación; «población», en tanto, me remite a la totalidad de habitantes de un lugar geográfico, palpable, sin necesidad de que todos dominen la misma lengua o tengan idéntico origen étnico.
Ahora entendemos que la Constitución Política costarricense –despojada del relativismo dicho-, cuando plantea “pueblo” hace referencia directa a objetivos comunes, que no son otros que la realización humana y la humanización de la persona. Por eso prohíbe la pena de muerte, por ser un acto deshumanizante, aunque muchos abogan por ella calladitos, plantean un salario mínimo, norman la seguridad social, la existencia de una educación superior, ambiente sano, etc.
Por otra parte, Moisés, en la marcha por el Sinaí, ofrece un concepto de país, pues su deseo con los marchantes es arraigarse en una parte del planeta, luego organizarse y después buscar objetivos comunes. Así, la diferencia entre «país» y «nación» está en que en el primero tenemos un «territorio poblado» o al menos «por poblar»; en la segunda visualizamos la organización de un «pueblo» arraigado en un «país’, a fin de alcanzar solidariamente la realización humana. Por eso, a mi entender Palestina es un pueblo y un país. Ello no significa la ingenuidad de pensar que todo transcurre en paz y felices, como en el reino del Himalaya de Jigme Singye Wangchuck, cuarto rey de Bután (ver en El País semanal “El reino que quiso medir la felicidad, escrito por Pablo Guimón)
Que la Carta Magna que nos rige recoge algunos elementos necesarios para la satisfacción de las necesidades humanas más elementales y que hay que empujar hacia estadios superiores, sin relativismo, no hay discusión. Hay que profundizar la defensa del ambiente como realidad y no metáfora, la vivienda digna, trabajo con dignidad, jubilación acorde con la inflación, etc.
Por eso, cuando oigo hablar de la teoría de la “ingobernabilidad” me pregunto si no subyace más bien en ella el interés minoritario de ajustar la Carta Magna a uno o varios grupos, a fin de acabar con lo poco que dejaron a partir de estas dos décadas y media de sostenida desigualdad social. Las necesidades del mercado no conocen límites y, al fin y al cabo, una reorganización del Estado, en las condiciones actuales, lleva implícita una concepción ideológica. Averiguar quiénes la dispersan y con qué medios cuentan, allí está el detalle ¿O no?