Siendo el buen comer un asunto tan serio; siendo que lo que se come y bebe mantiene o destruye la identidad de un pueblo (el tamal de chancho con café negro importa tanto como Juan Santamaría); siendo, en fin, que la cocina tiene repercusiones en la industria turística y por esa vía en la balanza de pagos, en los índices de empleo y en el Producto Interno Bruto (no bromeo, no me refiero al apodo de un ex-presidente), paso a demostrar, con rigurosidad académica:
1. Que en Costa Rica se cocina de mal a pésimo.
2. Que semejante estado de calamidad perpetua posee complejas causas históricas. Las soluciones, que sería el n. 3, no están a mi alcance.
Mi análisis se reduce al Valle Central. Excluye por tanto, la cuchara afrocaribeña y los rescoldos supervivientes de Guanacaste. Por razones obvias, excluyo también los restaurantes donde se paladean platos internacionales y, asimismo, lo confeccionado con ingredientes tradicionales pero con ideas contemporáneas. V. gr. un soufflé de pejibaye.
Debo adelantarme a las objeciones sentimentales. No vale decir que nada como las papas pequeñas, enteras, fritas, doraditas, de mamá. Tampoco son de recibo los argumentos patrioteros y groseros, al estilo de si no le gusta, no coma.
Quien piense que en nuestro país se cocina bien es que no ha viajado. El tico no tiene imaginación para comer. En esta república bananera no fuimos capaces ni de inventar los patacones.
La única contribución costarricense a la cocina universal, invento de las ticas, son los picadillos. Cualquier vegetal comestible (es decir, no venenoso) se revuelve con huevo y listo, p’entro. Para engullir los innúmeros picadillos se ideó la tortilla nativa del Valle Central. Palmeada una por una, por manos de mujer, de maíz blanco, delgadita, suave, flexible, no se quiebra, ideal para gallos, se sostiene en equilibrio, para impedir se riegue un contenido muchas veces chorreante. Alguna mente perversa introdujo las tortillas fabricadas en serie, emplasticadas, que saben a cartón, quebradizas y tiesas. Parece que las hicieran con todo y elote. ¡Que el dios indígena del maíz os lo demande!
Con excelentes hortalizas, frutas, verduras y carnes hacemos platos insípidos. Una vez pagué caro por un pescado entero frito, un parguito rojo, a quien alguien envileció arrojándolo al freidor de las papas fritas. El delito se averiguó porque aparecieron dos tuquitos de papa en la cavidad ocupada antes por las tripas. Ni siquiera le pusieron un diente de ajo. Este pueblo no sabe condimentar. Por eso alguien tuvo que inventar la salsa Lizano. Este pueblo no sabe presentar una mesa con buen gusto. Este pueblo come para llenarse la panza, memoria de hambrunas del pasado y del presente para un 20% de la población. Este pueblo tiene atrofiado el sentido del gusto, no sabe comer, no sabe beber. Por algo se dice: “clavarse un trago”, “meterse un mechazo”.
LAS HIPÓTESIS
1. Mesoamérica, la milenaria cultura del maíz, cubre de México a Nicoya. En esta región el mestizaje con lo español produjo una de las tres sublimes cocinas del mundo, junto con la china y la francesa. Pero a los del Valle Central no nos tocó nada. Los aborígenes del centro y del sur del país eran seminómadas. Recolectores y cazadores, practicaban una agricultura elemental, de subsistencia. Antes del hierro y los agroquímicos, esas frondosas selvas estaban negadas a la agricultura. Nuestros abuelos aborígenes debían contentarse con pejibayes, tubérculos, algo de maíz disputado a las zompopas, alguna cacería… Poco pudieron heredarnos en el arte de cocinar.
2. Durante el coloniaje, las familias oligárquicas del valle central no dispusieron de bienes como para mantener una servidumbre numerosa, a la cual enseñarle a preparar sabrosuras delicadas. No hubo oportunidad para el nacimiento de una gran tradición.
3. En estas tierras tropicales no se dio bien la vid ni el olivo. Así faltaron dos ingredientes básicos de la dieta mediterránea. Se produjo trigo, pero escaso. Todo eso empobreció aún más lo que podía llevarse al fogón.
4. Cuando el país logra insertarse en el mercado mundial mediante el café, arriban licores y manjares ingleses. Algún hipócrita cantó que no envidia los goces de Europa. Entonces, las clases altas comenzaron a cocinar a la europea y las bajas a como se pudiera, es decir, como siempre.
5. Luego, con la globalización, vinieron las transnacionales de las comidas rápidas, para competir con las tortilleras y los vendedores de gallos. A fuerza de propaganda nos atosigan sus recetas infectocontagiosas, colesterinas, triglicéridas, adiposas. Las hamburguesas y el arroz cantonés que ni de China es y la pizza que tampoco es italiana. Para bajarlas te ofrecen bebidas carbonatadas, ultra azucaradas. Nuestras pocas tradiciones culinarias nacionales van siendo empujadas al rincón del folclore y se las presentan a los atribulados turistas chorreando grasa, sobre condimentadas. Los postres son tan empalagosas como las toronjas rellenas de leche azucarada. Oí decir que se idearon cuando la Alianza para el Progreso regalaba leche en polvo en zonas lecheras. Sobró tanta leche que se usó para marcar las canchas de futbol y rellenar toronjas. No me extraña.
Algún día, tendremos un Ministerio de Salud Pública digno, que se respete y defienda la salud de los habitantes. Y se prohibirá toda comida rápida, o al menos se les pondrá una etiqueta obligatoria que diga “comer esto es dañino para la salud”.