Para nadie es un secreto que la violencia y la criminalidad se han incrementado de manera alarmante en nuestro país en las últimas décadas. Frente a esta realidad, nuestra sociedad ha asumido diferentes posiciones, pero una buena parte de ella exige mano dura contra los delincuentes.
A los políticos, empresas de información, los grupos de poder, la policía, la Iglesia y una buena cantidad de la ciudadanía, no les interesa saber cuáles son las causas que generan este fenómeno y si tienen alguna responsabilidad en ello, lo único que le preocupa es que los maleantes sean encarcelados, ojalá para siempre.
Este clamor social ha llevado a la policía a radicalizar sus acciones sin mayor oposición de la ciudadanía. Todos los días vemos en la televisión cómo entra a las casas rompiendo portones, matando perros, golpeando y deteniendo a quienes se les pongan por delante; incluso a personas inocentes.
Junto a este fenómeno discurre de manera paralela al anterior, otro de índole político. Si bien ambos tienen elementos en común, el segundo posee características y se manifiesta de manera muy diferente, me refiero al malestar social.
La desigualdad, la injusticia, la pobreza, la degradación ambiental, los abusos de poder, la mentira, la exclusión, la falta de diálogo, el afán de lucro desmedido y la corrupción de los grupos de poder, alimentan un movimiento social que se ha manifestado de muchas maneras en las últimas décadas.
Hasta hace algunos años, en este país eso no representaba mayor problema; existía un cierto consenso social en cuanto a que “Costa Rica es un país libre en donde todo el mundo tiene derecho a manifestarse”.
En este contexto, importantes sectores de nuestra sociedad se han manifestado en las calles y en las instituciones contra la privatización, el TLC, Sardinal, Crucitas, autonomía sindical y universitaria, etc.
Hasta hace algún tiempo la policía mantenía un relativo respeto a la libre expresión consagrada en nuestra Constitución y nuestras leyes. Aunque en algunas ocasiones se han dado enfrentamientos, hasta hace algún tiempo la situación se había mantenido dentro de ciertos límites.
Sin embargo, de un tiempo para acá, podemos hablar desde el inicio de la Administración Arias, los sectores sociales descontentos con las políticas gubernamentales comenzaron a percibir un endurecimiento en las actuaciones policiales y un mayor uso de la fuerza para enfrentar la protesta social.
Pero el asunto fue más allá, de manera encubierta el Gobierno comenzó a realizar espionaje electrónico, a infiltrar organizaciones sociales, a monitorear, identificar, amedrentar y hasta a golpear a personas consideradas “potencialmente peligrosas”, y un sinfín de actividades más.
En los últimos meses, hemos percibido con preocupación una actitud todavía más violenta de la policía, pero ya no solo contra los delincuentes, sino contra las personas que legítimamente reclaman sus derechos o se oponen a las políticas de gobierno.
Esta asimilación entre delincuencia y protesta política que se ha comenzado a dar en algunos sectores de nuestra sociedad, es un cambio en apariencia sutil, pero representa un giro extremadamente peligroso que puede desencadenar más confrontación, porque tarde o temprano la violencia y autoritarismo gubernamental encontrarán respuesta en la sociedad y las consecuencias pueden ser terribles.
La mejor muestra de esta nueva política de gobierno quedó de manifiesto el pasado 8 de mayo, cuando minutos después de asumir la Presidencia Laura Chinchilla Miranda, la policía agredió salvajemente a la multitud que se manifestaba frente a la estatua de León Cortés.
Para todos los que estuvimos ahí fue absolutamente claro y evidente, demostrable con fotografías y videos, que no hubo ningún tipo de provocación, ninguna agresión, absolutamente nada que justificara una actitud violenta de la “policía”.
Simplemente, al final del acto de traspaso de poderes, las nuevas Fuerzas Armadas de Costa Rica lanzaron sus bestias contra los manifestantes, y los antimotines la emprendieron a patadas y puñetazos contra las personas que tenían en frente, persiguieron y detuvieron a varias de ellas; esto no es ni más ni menos que represión, práctica común en regímenes autoritarios.
La explicación de dónde vino la orden de reprimir a los manifestantes queda clara cuando se leen las declaraciones publicadas en La Nación el 11 de mayo (Pág. 12 A), del nuevo comandante de las Fuerzas Armadas, José María Tijerino: “Tijerino pide a policías actuar con firmeza ante manifestantes”.
En adelante, todas aquellas personas que vean lesionados sus derechos y quieran manifestarse públicamente deben saber que ya no gozan de este derecho ciudadano ni están protegidos por la ley; son simples “delincuentes” y serán tratados como tales.