“Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto». (Mc 1,7-11)
La elección del 2010, nos trajo algunos alientos teológicos que asombraron a propios y extraños. El primero de ellos, calificado por la jerarquía eclesiástica como “no respetuoso”, que en buen castellano significaría irrespetuoso.
Esta acomodaticia salida eclesiástica de calificar un acto de irrespeto como “no respetuoso”, nos obligaría a pensar que no alto es bajo, que no gordo es flaco y que no oscuro es claro. ¿Cómo se le llamaría al memorando del miedo? ¿Memorando de la no valentía? Todavía yo creía que los curas estudiaban un poco de gramática básica. Y dudo que hayan pasado con buena nota los cursos avanzados de teología por la razón que comentaré más adelante.
En este primer caso, una joven distinguida tomó la Hostia (así con mayúscula, estimado corrector o correctora de estilo), la partió cual galleta y la enfiló hacia su amado, sin saber exactamente su significado y sin tener, por la actitud asumida, el mínimo conocimiento respecto del sacramento. Todo ello bajo la vigilancia de cámaras de televisión y poses de modelaje. La ignorancia se excusa, porque es corregible. Parto del supuesto de que esta persona, en la próxima segunda ceremonia en la que participe no volverá a asumir la misma actitud. Digo próxima segunda ceremonia, por cuanto, por los hechos, parece que esa fue su primera comunión. Quien aprende, corrige.
El segundo caso es la nominación que hizo el obispo de Cartago de “hija predilecta de la Virgen de los Ángeles” a la señora Presidente Electa de Costa Rica. Aquí no aplicaría la ignorancia del declarante, por cuanto parto de la hipótesis de que al menos ha de conocer los alcances mínimos del significado de tal declaración. El obispo, pastor del rebaño y en representación de sus ovejas (algunas descarriadas, pero ovejas al fin), asume la función “erga omnes” (que tiene efectos para todas las personas). Una declaración fuera de todo alcance teológico o mariano, posiblemente motivada por la desbordante alegría que al jerarca católico le produjo tan distinguida visitante a la Basílica de la cual él es su jefe superior.
Quienes somos padres de familia, simples mortales con los pies en la tierra, no podemos hablar de hijos predilectos, pues estaríamos negando nuestra propia condición. Entre cientos de mensajes que corren por las redes sociales, leí uno que contaba que una vez se le preguntó a una madre de varios hijos, cuál era el predilecto y ella contestó: el que está enfermo y necesita ayuda, el que tiene problemas económicos y no tiene trabajo, el que aún muy de noche no ha llegado a casa, el que lucha por salir de un problema y no lo ha logrado, el que llora y debo consolar… ese es mi predilecto.
Ya sabemos que por decreto eclesial la Virgen tiene hijas e hijos predilectos. Mientras que Jesús, el de la historia, no tuvo predilección alguna, pues anduvo y ayudó a los leprosos, los hambrientos, los discriminados por su origen étnico y geográfico, los pobres siendo él mismo pobre, los recaudadores de impuestos, las prostitutas.
Él, carpintero como su padre, nació entre los humildes. Estuvo siempre con quienes nunca en las catedrales podrán ocupar una banca en una ceremonia religiosa de alto vuelo y olorosa a incienso y a santidad, y mucho menos compartir esa banca con quienes suelen llamarse dignatarios seglares y eclesiásticos. Me dice doña Emilia, una vecina, que su madre le contaba que hace algunos años, en su pueblo, los gamonales pagaban a la iglesia para ocupar los primeros lugares, y aunque un día no asistieran a la misa, esos espacios quedaban desocupados.
Afortunadamente no todos los religiosos andan a la caza de privilegios haciendo declaraciones interesadas sin sustento teológico. Conozco buenos amigos sacerdotes que han luchado a la par de los campesinos y los indígenas y que también lo hicieron durante la más cruentas recriminaciones en América Central, personas que han dado el ejemplo luchando por mejores condiciones de vida en las fincas bananeras o entre los obreros de las maquilas; sacerdotes y religiosas que, haciendo un verdadero voto de pobreza, han tenido que compartir su escaso pan entre los más pobres.
Ellos nunca han exigido cámaras de televisión ni revistas de prensa, ni han promovido eventos masivos para que la gente los aplauda y les queme incienso en medio de vítores y cantos demenciales. Tampoco han ofrecido curaciones, la buena suerte o el cielo a cambio de dólares, ni creo que se les haya ocurrido, aunque sea en broma, dar un título de hijo predilecto de ningún ser divino a nadie.
Ellos nunca han participado en juntas directivas de empresas que manejan inmensos capitales. No son de los mismos que, cuando se les preguntó de su participación en tales empresas, adujeron que el capital es para el bien social: “¡Mirála!… decía Aquileo.