La indigencia, una situación de discriminación social

Desde la perspectiva de los derechos humanos, el riesgo social constituye una situación de amenaza a los derechos de las personas, a la que

Desde la perspectiva de los derechos humanos, el riesgo social constituye una situación de amenaza a los derechos de las personas, a la que están expuestas en determinadas condiciones sociales, económicas, políticas o culturales; sea por su edad, su sexo, su nacionalidad, su orientación sexual, su estado físico o psíquico, su nivel socioeconómico, o cualquier otra distinción que implique una discriminación contraria a la dignidad. Por su parte, el abandono social y la indigencia son situaciones concretas de violación de los derechos de esas personas.

En Costa Rica, la Constitución Política les otorgó el derecho a una protección especial a cuatro grupos poblacionales: los niños, las niñas y las y los adolescentes; las personas adultas mayores; las madres; y las personas enfermas desvalidas. Esta protección ha encontrado sustento en varios instrumentos internacionales de derechos humanos; y, por el principio de progresividad, se ha ido extendiendo a otros sectores. A la vez, se han promulgado varias leyes específicas, mediante las cuales se han creado diferentes instancias y establecido algunos mecanismos de protección. Sin embargo, aunque todo parece estar bien, un primer escollo está en que, por un boom administrativista, lo que se crearon fueron consejos interinstitucionales, que reclaman muy bien la rectoría en la elaboración de políticas, no así la ejecutariedad de estas.

Aunque el término abandono se utiliza para referirse a la situación a que pueden estar expuestas las personas menores de edad o las adultas mayores, la realidad muestra que también puede afectar a las personas que, aunque estén en edad económicamente activa, por un padecimiento, una discapacidad física o mental, la dependencia a una droga o la pobreza extrema, son excluidas socialmente. El riesgo social expone a estas personas a una situación aún más grave: la indigencia.

La persona enferma desvalida que no tiene posibilidades de rehabilitación, ni redes parentales de apoyo, peor aún si presenta una dependencia adictiva, queda en situación de indigencia, excluida de la sociedad, condenada a vivir en una cárcel sin barrotes, por la sencilla y cruel circunstancia de haber dejado de ser productiva, como si hubiese dejado de ser sujeto de derechos. Estas personas sobreviven y pernoctan en las calles; buscan su sustento en los basureros, pero pareciera que esto no basta para reconocer que están abandonadas. Es solo cuando sufren un accidente y son llevadas a un hospital que el Sistema se percata de su existencia y entra en crisis al no saber qué hacer con ese paciente abandonado, al que no logran encasillar conforme a las etiquetas institucionales. Esta penosa situación termina por tangibilizar la exclusión, pone en evidencia la incapacidad del Estado para tratar a los expulsados, pues contrario a lo esperado de un Estado que se dice comprometido con el respeto de los derechos, la situación no activa ningún mecanismo para revertir el proceso de exclusión.

La indigencia no debe ser concebida como una condición achacable a las personas, sino como una situación que debe ser intervenida para evitar que se torne crónica. El hecho de que haya personas viviendo en tal situación, pone en evidencia que la desigualdad es un producto de las democracias de mercado, en las que la violación a los derechos humanos es desestimada, arguyendo que existen políticas y programas sociales dirigidos a algunos sectores prioritarios, que como es sabido son utilizados para hacer campaña a favor del gobierno.

La atención a estas personas la brindan organizaciones civiles, consistente en refugio, vestido y alimentación; algunas les ofrecen terapia, acompañamiento, capacitación y empleo. Y como al Estado le ha quedado muy cómodo recurrir a ellas cuando no sabe qué hacer con las personas abandonadas, le han exigido recursos. Pese a la cómoda delegación de funciones, el Estado se ha limitado a autorizar, supervisar y regular el funcionamiento, justificando su proceder en los subsidios que les giran, pero sin asumir directamente la responsabilidad.

Ante la debilidad estatal justificadora de la desigualdad, una de dos: o se persiste en exigirle al Estado que garantice los derechos reconocidos, o la sociedad civil asume la tarea de construir otras formas civilizatorias de inclusión, en las que el respeto de los derechos se configure en una nueva cultura.

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