En una ciudad estresante, hostil con los peatones que circulan a diferentes horas, se pide a gritos la presencia de héroes que destaquen.
Pero el héroe que se solicita no es un Ulises de la Odisea, ni menos pensar en Supermán, o Batman. Tampoco sería un antihéroe como el que asumió Don Quijote de la Mancha
o el Chapulín Colorado.
Las ciudades de la posmodernidad deben ser ciudades autoservicio, pues los ciudadanos deben
ser capaces de autogestionar su vida sin solicitar ayuda. Pues en medio del bullicio, de la
precipitación y del estrés nadie es capaz de tender una mano, ni para dar una dirección, mucho
menos para auxiliar a alguien de un asalto.
San José se ha deshumanizado, ya no tienen cabida ideas como el güiri güiri o el confeti en el
avenidazo, a propósito de que se acerca diciembre. Entonces el inconsciente de la colectividad
reclama a gritos personas que se salgan de ese molde, se atrevan a vencer el miedo al ridículo y
apuesten por algo diferente.
Quizás los transeúntes del frío y sucio San José, marchen por los bulevares, silentes, apresurados
con cara de pocos amigos y de desconfianza, pero apesadumbrados de que una persona tan
popular como Marito Mortadela nos deje.
En los imaginarios de las ciudades, algunos de ellos llevados a la literatura, los personajes
auténticos decoran, endulzan y hacen posible la existencia de importantes historias, que muchas
veces sirven hasta de sustento para dar identidad a los pueblos.
Marito se marchó de este mundo pobre, pero por muchos años su espontaneidad quedará grabada
en la retina de muchos ciudadanos. Durante mucho tiempo en diferentes partes del mundo se
lamentarán de su partida, valga la pena acotar que de mis amistades en el exterior ya he recibido
muestras de solidaridad, de personas en Europa o incluso hasta el lejano Israel que quisieran
enviar una ofrenda como sucedió con la muerte de la princesa Diana, al compartir con ella el
hecho de ser un personaje tan querido por la sociedad. Marito era en sí un atractivo turístico
de San José, en una ciudad desprovista de sitios con identidad; en una sociedad que adolece de
personajes auténticos, una ausencia así se hará notar por mucho tiempo.
Si me preguntan usted estaría de acuerdo que se erigiera una estatua homenajeando a Marito, mi
respuesta sería que sí. A lo mejor no ganó una guerra, no quemó un mesón de guerra, no ganó
un premio Nobel de la Paz. Pero hizo reír a muchos, dio confianza, alegría y seguridad a otros,
valores que como costarricenses hemos perdido para “acercarnos a ciudades desarrolladas”.
Marito mejoró el turismo de San José, su espontaneidad, su atrevimiento, su inocente osadía de
romper los moldes, de apostar por la irreverencia, por la amistad, hoy son una gran ausencia.
Deberían hacerle la estatua de Marito, para que propios y extraños se atrevan a reír, se atrevan
a soñar; así como hay estatuas de Don Quijote en toda España, en nuestro San José, contamos
con un personaje que fue un maestro en la sobrevivencia diaria y además, se ganó el cariño de
muchos. Él es un personaje digno de una historia literaria, de un poema y no dudo que algún
escritor se atreverá a hacerle algún poema o cuento, bueno si alguien se lo hace estaría yo al
menos dispuesto a publicárselo en mi página web. Pero en ese hombre frágil, medio harapiento y
aparentemente inverosímil se esconde la magia de un pueblo que ya no es, que evoluciona hacia
la globalización, pero que dejó de ser ese pueblo de sonrisa franca, amigable.
¡Que haya una estatua de Marito en San José! Para que podamos recordar cuáles son nuestros
orígenes.