Sin comprender ello, el sujeto cívico visualiza un vínculo particular del gobernante con la ley como exigencia de actitud cívica, cuando ese ethos refiere más bien a la social vivencia de bienestar y progreso efectivo. En la mentalidad cívica, lo ético esta transversalizado por lo estético. Por ello, puede juzgarse al gobernante despótico como un buen gobernante, del mismo modo que puede juzgarse al buen gobernante como un inepto, sin que ambos sean en efecto tal cosa. La conciencia envilecida utiliza la valoración ética para desacreditar a quien es objeto de su desprecio, como la usa para exaltar a quien es sujeto de su preferencia.
El régimen de derecho, y en particular la democracia, tiene la particular capacidad de regularizar los procesos políticos a través de dar respuestas superestructurales a diversas tensiones estructurales. Por ello crea ámbitos sociales de tolerancia cívica. Permite la confluencia e influencia recíproca de multiplicidad de voluntades y opiniones. Puede así dar cabida a distintas dinámicas ciudadanas simultáneas, sin decaer por ello en el caos. Sus respuestas superestructurales son judirización de la voz de los hombres, antes que judicialización de ella. Esto es lo que nos permite albergar toda clase de expectativas sobre el resultado de nuestras exigencias.
El hombre convocado a ser ciudadano espera visualizar bienestar y progreso en su entorno inmediato, para sobrevivir dentro de él con la comodidad suficiente para darle tranquilidad su alma. La vivencia ciudadana ve a su mundo inmediato como el mundo en general, por ello su deterioro va en menoscabo de todo lo que contiene; la experiencia cívica es determinación de las realidades que componen su mundo. Por ello el ensueño cívico fácilmente queda atrás, la participación festiva se trasforma en disgusto. El civismo se hace protesta.
La calle se transforma en escenario amorfo. Ausente de significados estrictos, se colma de emociones. Mil voces que no se comprenden, pues no tiene un ideal en común. Multiplicidad de reivindicaciones propias, que materializan la sensibilidad de la época. No hay para ellas argumentos que contradigan lo que a fugaz mirada fácilmente se ve.
El goce del mundo fundamenta en la vivencia diaria la tranquilidad del alma, y en el Estado hace lo mismo para la gobernabilidad. Sin la vivencia gozosa, el espíritu humano solo puede pretender evadir su verdad, al igual que lo hace la persona cuyo hogar es un infierno. La percepción del deterioro del mundo lleva al ciudadano a separarse de la fluidez gubernamental despreciándola como inútil presidencia. La pérdida de las expectativas sociales diluye el civismo.
La vivencia cívica es ética y estética. Exige de significados sólidos y de sentidos coherentes para cimentar sus esperanzas. No se puede aceptar como adecuado caminar el golpeteo del bastón del ciego. Por ello el civismo de hoy se materializa en protesta. La participación ciudadana ya no es solo electoral, ni dicharachera. Espera la recuperación del curso de nuestro mundo.
Sin embargo, esta expectativa encierra un riesgo: el arcaico nudo superestructural en la forma costarricense de pensar a un líder nacional. Esta imagen corresponde, por su origen y sentido, al general Tinoco, no a Juanito Mora. La urgencia de recuperar el curso del mundo costarricense, asumida de una manera precipitada tiene un sesgo que puede poner en juego el Estado derecho. No en balde un joven bruto me ha afirmado en el aula, sin el menor sonrojo, que la democracia no funciona….