Evidente la imagen de la televisión: un policía suficientemente armado, coge por el cuello a un joven campesino haciéndole presión con un garrote y junto con otros, también armados, lo arrastran hacia el carro policial. Esto dentro de la justa protesta que un grupo de agricultores realizó en San Isidro de El General.
Policía y campesino, uno como parte del aparato represor del Estado y el otro como parte de un conglomerado nacional que, habiendo forjado a este país durante muchos años, ahora el sistema los ha abandonado por la competitividad, la tecnocracia gobernante y los tratados de libre comercio. Uno representando a un sistema sin alma, en donde rige el poder del más fuerte y el otro, representando al costarricense trabajador, obligado a la protesta para que lo dejen desempeñarse en lo que siempre ha hecho: proveer alimentos básicos. Alimentos básicos que fueron el fundamento de nuestra agricultura, que ahora ha girado hacia la gran agroindustria: siembra y comercialización de piña, naranja, banano o melón y ocupando extensiones grandes de terreno, y que estruja a los pequeños productores. Esta agroindustria, competitiva e insertada en el libre comercio, entre otros desafueros, contamina aguas y poblados, destruye bosques y mantiene relaciones laborales poco favorecedoras a los trabajadores. Es la misma que empuja hacia los transgénicos y a la propiedad intelectual de semillas que, por siglos, han pertenecido a las comunidades. A esta última, la tecnocracia gobernante le hace reverencias.Policía y campesino, quizás hayan votado por el mismo partido o por partidos contrarios, que en la mesa luego se asimilan. A ambos se les ofreció una esperanza: el policía mejoraría su salario y sus condiciones laborales y el campesino tendría apoyo para la compra de insumos y seguridad social y buena educación para sus hijos. Esperanzas fallidas. Ahora a uno se le ordena despejar las vías cuando el otro protesta por un trato justo al esfuerzo de su trabajo. A uno se le arma hasta los dientes para que ataque a la primera orden; al otro se le han arrebatado sus herramientas, sus terrenos, sus cosechas y sus ilusiones; son los Juan Varela de nuestro tiempo.
El policía quizás haya comido frijoles producidos en Costa Rica y el campesino quizás haya comido arroz argentino, vietnamita o chino. El policía quizás es también campesino o tiene raíces familiares en el campo, pero ahora recibe órdenes de quienes están detrás del negocio de la intermediación y de la importación de alimentos. Recibe órdenes de quienes no creen en la agricultura, de quienes han comprometido nuestra seguridad alimentaria y de quienes profesan el libre mercado como la gran panacea para salir del subdesarrollo.
Policía y campesino, uno con la fuerza que viene del sistema gobernante y tecnocrático y el otro con la fuerza que se sustenta en la dignidad. Garrote y dignidad no forman una gran pareja. El garrote y el gas lacrimógeno no llenarán de alimentos las mesas de nuestro pueblo; solo traerán más incredulidad en un sistema injusto, en donde los perdedores serán los mismos de siempre.
Algún día el policía comprenderá que su salario no alcanza para el precio que debe pagar por lo que ya no se produce en el campo costarricense; comprenderá que la mesa estará cada vez más vacía, porque han desaparecido quienes laboraban la tierra para que otros comiéramos. El policía seguirá de todos modos recibiendo órdenes, ora contra los campesinos, mañana contra los estudiantes, otro día contra los obreros… Mientras tanto, el campesino estará enfrentando un juicio por rebeldía o bien haciendo cola en un banco para ver cómo no hipoteca el futuro de sus hijos.