Un estudio reciente del Centro de Jurisprudencia Constitucional, determinó que entre octubre del 2009 y mayo del 2010, el 60% de los fallos constitucionales no se ejecutaron a cabalidad.
En algunas materias se alcanzó un grado de incumplimiento hasta del 80%. Si bien es cierto que gran parte de ese incumplimiento debió estar motivado en la imposibilidad material que tiene la administración para acatar muchos de esos fallos, no por ello podemos reducir la explicación concluyendo que esta sea la única razón. Escudriñar causas y soluciones del fenómeno, es un esfuerzo que debe realizarse en resguardo del sistema constitucional.
Además del motivo ya señalado, otra causante de descrédito de la jurisdicción constitucional, -que acarrea con ello alguna velada resistencia contra sus resoluciones-, radica en la ilegitimidad de algunas de sus sentencias más sonadas, las cuales nunca debieron ser. La ilegitimidad de las resoluciones a la que me refiero, deriva en el hecho de que, -más que fallos contralores de constitucionalidad- han sido evidentes propuestas políticas.
Lo que a esa sede le está constitucionalmente vetado. Desde Tomás de Aquino entendemos que la autoridad sustenta su poder en el consenso moral que en torno a ella exista. Al cruzar límites inconvenientes que han minado su credibilidad, con ello la Sala devalúa la contundencia de su capacidad jurisdiccional. Lo que no debe seguir ocurriendo.
El más reciente ejemplo de lo que afirmo, lo ofrece la última polémica que desató la sentencia sobre el caso de la exdiputada Ballestero, en la que, -arrogándose facultades constituyentes-, la Sala conmina al Congreso a proceder en materia política según su parecer.
Pero el grave punto de inflexión que realmente marcó el inicio de esta inconveniente tendencia jurisdiccional, lo fue sin duda el polémico fallo de la reelección. A contrapelo de lo expresamente dispuesto por el artículo 76 de la ley que regula sus propios procedimientos, la Sala no solo se atrevió a retomar aquella acción, sino que, -posteriormente-, reforma por el fondo la Constitución, contradiciendo además su propia jurisprudencia emitida poco antes en materia de reelección.
En factor tan delicado para la vida democrática costarricense, como la relacionada con los límites impuestos a quienes detentan el poder político, no cabe dudar que una decisión política de ese calibre sea competencia exclusiva del soberano.
Uno de los grandes logros de la revolución mexicana de 1910, que costó la vida de millones de sus ciudadanos, fue la conquista del principio Democracia efectiva, no reelección.
Era su lema y representaba la consigna estandarte que permitió desterrar, del marco constitucional de aquella nación, el monopolio político de Porfirio Díaz. La experiencia nacional había demostrado que el sistema de reelecciones estimulaba la concentración del poder y de paso, la corrupción.
Porque el espíritu que usualmente motiva las propuestas que facilitan la concentración del poder, se sustentan en la falacia de que la legitimidad del gobernante radica, -más que en la nobleza de sus ideales y coherencia de su práctica-, en la cantidad de poder real que concentre.
El más grave corolario de aquella sentencia lo sufre ahora Nicaragua. En ese país, los magistrados “sandinistas”, han invocado el alambicado argumento de nuestra Sala, para justificar el continuismo del Presidente Ortega.
Ahora bien, al anterior gusto por el protagonismo político de nuestra jurisdicción, parece contraponerse un sinsabor de la ciudadanía, la cual observa que, por un lado se resuelven acciones que demandan un alto costo político para los magistrados, y por otro vemos estas estadísticas de una mala atención de justas demandas de amparo de la ciudadanía anónima.
A lo que se suma un muy alto grado de rechazo de muchas de ellas, aplicando criterios jurisprudenciales contradictorios. De la crisis que ha evidenciado la referida investigación del Centro de Jurisprudencia Constitucional, creo que es conveniente extraer cuatro posibles soluciones que lacónicamente enumero:
1) Debe reconocerse que existe una herida aún sangrante ocasionada por la inconveniente forma en que se invadió el tema de la reelección.
Esta lesión, en el propio corazón de la democracia costarricense, conviene que sea cerrada con una definición contundente. Conforme al artículo 12 de la ley 8492, el Congreso debe convocar un referendo legislativo, de tal forma que sea la ciudadanía la que decida en tan delicada materia.
2) En protección del fortalecimiento de nuestra justicia constitucional y ante la alarmante estadística citada, una segunda propuesta es el establecimiento, -preferiblemente bajo la égida del OIJ-, de un departamento de seguimiento e investigación especializada de delitos concernientes a la desobediencia de sentencias de las máximas instancias jurisdiccionales.
3) Por otra parte, debe abrirse el debate sobre la posible inconveniencia de la actual redacción del numeral décimo constitucional, el cual faculta a nuestra jurisdicción, declarar inconstitucional los actos del derecho público y las normas “de cualquier naturaleza”
4) Finalmente, -volviendo a la lección que ofreció el polémico caso de la exdiputada Ballestero-, es conveniente abrir el debate a la posibilidad de la reforma del artículo 105 constitucional, de tal forma que se valore la posibilidad de establecer el plebiscito revocatorio de poder. Dicho instituto permitiría a la ciudadanía, -en casos de especial gravedad- revocar el nombramiento de los miembros de los supremos poderes. Lo que estimularía sin duda un ejercicio más sobrio del poder político.