Segundo pecado: la traición

De los siete pecados capitales del poder político, en la edición del  19 de marzo pasado hablábamos de la mentira, el primero de ellos.

De los siete pecados capitales del poder político, en la edición del  19 de marzo pasado hablábamos de la mentira, el primero de ellos. Corresponde hoy referirnos a la traición, el segundo de la lista.

Dante Alighieri colocó a los traidores en el noveno círculo del infierno, el último y el más terrible.  Círculo dividido en cuatro departamentos  o rondas en orden a la gravedad del castigo. En la segunda ronda coloca a los políticos traidores hundidos en hielo, excepto la cara; y en la cuarta ronda a los que traicionan a sus benefactores, como Judas, totalmente consumidos en la glacial comarca. Al ser los políticos traidores de sus pueblos que son sus benefactores, debió el genio italiano, al escribir “La Commedia”, colocarlos también en la cuarta ronda con sus indescriptibles castigos. ¡Quizá entonces eran menos perversos!

En importancia, la traición es la segunda arma, pero la más filosa, que emplea el político para obtener, desempeñar o conservar su trabajo. Sin lugar a dudas no ha habido un solo  caudilloide que no la haya utilizado en mayor o menor grado. Y al extremo, Julio César confesó: «Amo mucho a la traición, pero odio a los traidores que no son mis seguidores». Y el puñal de la traición, en manos de otro traidor,  castigando su  lengua y su veneno, lo desconectó del mundo con más de veinte estocadas.

Desde el Viejo Testamento la traición es definida, relatada, y atribuida siempre al cobarde y al tramposo. Caín fue castigado, no por «inventar» la acción de matar, como en verdad lo hizo, sino por traicionar al Creador. Y ya con el beso de Judas, la traición comienza su nueva era aliada al poder, ya fuera eclesiástico o seglar, pasando a ser su verdadera potencia de destrucción; dura, cortante y artera. Y hasta nuestros días, pero especialmente hoy, el poder político nace y vive atado a ella; y la traición le confiere al poderoso el estigma de haber siempre jugado, a través de ella, el más indigno papel de toda la existencia.

En la perversión del Estado y  de sus dueños, los gobernantes, se utiliza la traición con impecable maestría, de tal manera que su alevosía y maldad desde el pueblo llano son  imperceptibles.

Sin traición no puede existir dominación de unos seres sobre otros; comenzando porque la subyugación del Estado o gobierno, de cualquier clase, por sí sola, ya significa traición a la libertad humana, a la solidaridad, a la libre convivencia y escogencia de modos de vida, a la autogestión del trabajo y de las comunidades, a la explotación y conservación de los recursos, al libre comercio, al desarrollo social sin dependencias, sin intermediarios… Delitos que solo quedan impunes cuando los cometen, precisamente, los gobiernos, amén de que solo ellos pueden cometerlos. En cualesquiera otras relaciones humanas  serían severamente castigados.

Pero no pensemos solamente en traiciones de esas que menoscaban libertades tangibles. Pensemos en las traiciones que mantienen al poder político legitimado y autorizado en el pleno disfrute de sus potestades: Las traiciones a los principios filosóficos que constituyen la razón del poder legalmente constituido.

De esos principios, el primero y fundamental es el de la fe y confianza que los pueblos le rinden a los gobernantes, desde que ingenuamente los colocan en sus cabezas como guía de su existencia; desde que los hacen sus caudillos. Principio que es mancillado y enlodado a cada segundo por el Estado o gobierno. Así, cada impulso o negligencia estatal conlleva, necesariamente, en su esencia, alguna traición.

El traidor es más vil y más traidor cuando su víctima no sabe ni sospecha que es traidor: La oferta diaria del político, de sacrificio, de justicia, de libertad, de democracia, de moral…, es corteza que lo cubre de cualquier sospecha de traición. La víctima, «Juan Pueblo», es doblemente agredida; en su buena fe y confianza; y en el daño sustantivo a sus intereses. El ataque es espiritual y material; y para colmo de males –decíamos−  normalmente queda impune.

Esa tentadora y diabólica oferta del político que comienza siendo  humilde discurso, lisonja, labia, hipocresía…, lleva en sí una premeditada y alevosa  mentira; pero ahí no para; culmina su ciclo  con epígrafe de traición, que al corazón de las víctimas es aún más lacerante y perniciosa.

 

El más indigno papel

De toda la creación

Lo ha jugado la traición.

Es la forma más artera,

Más venenosa y rastrera

De ejercer dominación.

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