Una fábula en un bosque

Hace mucho, pero mucho tiempo, érase una comarca entre árboles y nubes regentada por un gran señor; su consorte, la bella Isabel, le acompañaba

Hace mucho, pero mucho tiempo, érase una comarca entre árboles y nubes regentada por un gran señor; su consorte, la bella Isabel, le acompañaba en todas sus bravas empresas; así su reino concertaba la belleza y sabiduría de su joven esposa y la prudencia y seriedad de su marido. Todos en el reino les querían. Pero a aquello se sumaba la vida en aquel apacible lugar. Era usual que los moradores, adentrándose en el bosque, conversaran con los animales y comieran fresas silvestres e hiciesen paseos cuando quisieran, pero sobre todo los domingos, en familia o con la enamorada muy amada.

A veces llegaban al lugar los amigos desde otros países y juntos recorrían los senderos, aquel río en el que nadaban y lavaban las ropas, y donde a lo largo de sus riberas compartían bocadillos y participaban en carreras a campo traviesa.

Luego, sin saber cómo, o tal vez sí, parece que las gentecillas del lugar llamaron a unos amigos, y lo que era bello y florido, las estrellas titilantes y las abejas inquietas bailarinas, y los atardeceres plenos de celajes, donde las nubes danzaban entre destellos ámbar y rosa, empezó a desaparecer.

Los buenos del lugar empezaron a morir. Y los niños malos que había en la comarca se hicieron más malos y se unieron a otros más malos todavía. Y las hadas y los dioses se alejaron del lugar, porque no eran bienvenidos. La fantasía huyó angustiada ante la posibilidad de las broncas inmediatas o por venir. Desde ese momento la calidad ya no importaba. Calidad de enseres o de cosas, de bienes o de personas. Todo empezó a oscurecerse y el Sol y la Luna declararon su retirada. Las peores y más vulgares bisuterías sustituyeron a las perlas naturales y empezaron a proliferar las chucherías más inútiles. Y lo inútil y lo vulgar empezó a ser apetecible. Y el aire se enrareció y finalmente huyó del lugar. El aire fue sustituido por el hálito de la muerte.

Todo entristeció en aquel lugar del mundo. Y algunos, recordando a otros, empezaron a decir: –¡Dichosos los que ya murieron!

Moraleja: No mimes demasiado a tus hijos.

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