En el puro final de los años sesenta empecé, sin darme mucha cuenta, mi trabajo profesional como periodista. Después de casi diez años en proyectos comunales, colegiales, sindicales y culturólogos, inicié mi labor de reportero en el diario La Nación, gracias al designio de don Manuel Formoso Peña, quien, nombrado Subdirector, accedió a mis múltiples ruegos, indefectiblemente vetados por el recién fallecido director.
En aquellas aventureras andanzas por una singular profesión que tiempo después descubrí, era la pasión de mi vida, conté con el padrinazgo de muchos inolvidables maestros; todos sobrevivientes de «la vieja guardia» en La Voz de la Víctor, La Hora, La Prensa Libre, El Diario y La Tribuna. Nombres que habían hecho historia en su campo, como Guido Sánchez, Ricardo Blanco, José Marín Cañas, Alberto Cañas, Joaquín García Soto, Lalo Chavarría, Fernando Naranjo, Marco Aurelio Salazar, Danilo Arias, Carlos y Joaquín Vargas, Miguel Salguero, Guido Fernández, y alguno otro que se me escurre del tintero.
No obstante ser, sin discusiones, el más joven, atolondrado y desprevenido reportero del momento, todos aquellos mayores que peinaban ya ciertas canas, me aceptaron con generosidad en sus tertulias, en sus reuniones de prensa y en sus bohemias. De ellos aprendí casi todo lo que se debía saber entonces para ser periodista y en otro momento quizás pueda hablar de cada uno, pues ahora quiero dedicar mi flaca memoria a un entrañable amigo que desde el principio acompañó mis pasos y ahora cumple su primer año de muerto.
Mario Roa Velázquez, fotógrafo insigne de la política, el deporte y las bellas artes, nació el 10 de abril de 1917 y falleció el 23 de febrero del 2004.
Con ascendencia en una familia de fotógrafos colombianos, su padre era pintor y retratista a domicilio. Don Romualdo -que así se llamó- logró hacer un capital respetable con su cámara de tungsteno, que cargaba, a lomo de recua, por las montañas de Puntarenas o Guanacaste para retratar cada boda, nacimiento, aniversario o fiesta popular que le solicitaran. Había llegado de Colombia en el siglo antepasado, pero se asentó tan bien en Costa Rica que acabó comprando varias propiedades en plena Avenida Central, a fuerza de celuloides y nitrato de plata. La madre de Mario provino de Nicaragua pero, ya en los inicios del novecento, poseía la m*s famosa tienda de sombreros de la capital… La Fenicia, fundada por doña Mestalia Velázquez, decoró las mejores cabezas de la ciudad desde donde hoy está el Balmoral y hasta que se incendió junto con el Teatro América, allá por los años 50; fuego que, por cierto, Mario Roa cubrió para el Diario de Costa Rica, sin preocuparse de que en esas llamas se iban también sus pertenencias. Síndrome del auténtico periodista que sería controversial y largo explicar ahora.
Si alguien había noble y bueno por esos tiempos del viejo San José, ese era sin duda Mario Roa. Pero -contradicción del destino- era popularmente conocido como El Diablo, y esto merece una explicación.
Dicen los que estaban allí, que en la década de los 50 circulaban por estas calles dos fotógrafos muy famosos, que aparecían en todo lugar donde se reuniera un poco de gente. El uno era Leonel Gómez, quien hacía foto social a destajo y como surgía de la nada en todo sitio concebible, pues lo bautizaron «Dios». El otro era Roa, que en el campo periodístico hacía lo mismo y claro, como era coloradito, pues rápidamente lo bautizaron «Diablo». Aunque era un embajador del bien.
Mario residió casi toda su vida en el corazón de San José: entre Cuesta de Moras y el Banco Central; de modo que cruzó todo el siglo XX con la ciudad y formó parte de las barrillas de principios de siglo que todavía habitaban la Avenida Fernández Güell. Sus principales experiencias infantiles, adolescentes y de adulto, se dieron en lo que era el Teatro América, hoy Hotel Balmoral; donde estuvo su casa de soltero. En el Estudio y Foto Roa, a tres puertas norte del actual Teatro Melico Salazar; donde lo cautivó la fotografía. Y en su residencia y laboratorio, diagonal a la bomba La California; ya de viejo. Además de todos los periódicos o emisoras de radio que por esa zona nacieron y murieron, sin excluir, naturalmente, los bares y cafetines del entorno. Si bien era apoltronado citadino, de joven le gustaba mucho la cacería y solía ir a buscar venado con bala U a los potreros de La Traube y a los cafetales de Los Yoses… En ese entonces las lejanías de San José.
Dicen que fue con sus hermanos German y Leonel que aprendió la fotografía, pero yo me lo vine a encontrar cuando ya era el apellido más sonoro en las páginas gráficas de los diarios y específicamente en La Nación, donde entregó lo mejor de sí y acabó por jubilarse en 1994.
Hombre humilde y generoso, capaz de quitarse la chaqueta para abrigar a un mendigo que pasaba, Mario Roa Velázquez irradiaba una simpatía excepcional y por eso no ha de extrañar que fuese el diálogo, la conversación, su riqueza más impresionante. Como fotógrafo de prensa era artístico, preciso y muy calmado. Le encantaba experimentar con su Hassemblat y con los ácidos del laboratorio. Sus mejores fotos fueron las que preparó con abundancia de tiempo; aunque le encantaba el fútbol y sus instantáneas de ese deporte todavía cuelgan en las paredes de coleccionistas y en la memoria de quienes vivieron la gloriosa época de «los chaparritos de oro».
Se movía con la lentitud de un alto y pesado cuerpo de 120 kilos, pero a la vez cultivaba una elegancia y sutileza en el decir que más lo emparentaban con la dulzura de la poesía que con los flashes de la página roja. Por eso mismo era más apropiado verlo en el centro de una mesa epicúrea a lo Lezama Lima, que tomando fotos en una bronca de Zapote, aunque tampoco le huía a lo segundo .
Su placer por la conversación, por el diálogo, por la tertulia y sin alarde alguno, por la palabra (la otredad, en fin), lo convertían en un artista, disfrazado de reportero gráfico o en un trovador, en papel de silencioso parroquiano. Sabía escuchar con jovialidad inigualable. El mismo me contó que, de adolescente, se pasaba las tardes completas en la Talabartería Araujo jugando tute o churuco, y oyendo a conversadores insignes como Luis y José Araujo o Carlitos Grau, quien fuera su amigo entrañable.
Jamás se iba a dormir antes de las 11 de la noche y muy a menudo lo hacía después de las 2 o 3 de la madrugada. En el periódico, solía culminar tareas a las 10 p.m. y ese era el momento lógico para iniciar el recuento de las emociones del día y compartir -como decía él- unos piscolabis con sus colegas. Allí comenzaba la tertulia bohemia de los diaristas, a la que Mario perteneció desde el Petit Trianon en los cuarenta. De seguro continuó en La Floralia, en los bajos de El Diario, en Chelles, en El Quijote, en La Marinita o en cualquier refugio donde no cerrarán temprano, tuviesen buenas bocas y ginebra, de la extraconcha.
En la rueda de amigos no intentaba sobresalir ni «robar cámara» con la charla. Más bien era respetuoso hasta el extremo y sólo cuando se lo pedían, contaba sus célebres historias que congelaban la atención por mucho rato y terminaban en algarabía. Era dueño de singulares chistes, nunca burdos ni transitados y se había aprendido de algún pariente colombiano, una serie de poesías y gracejos que mataban de risa a sus oyentes. Para la mesa culta tenía poesías de fina pluma y para la barra etílica de periodistas trasnochados, solía extraer de su portentosa memoria unas famosas moralejas que hacían estallar de gritos la concurrencia. Todo lo recitaba de memoria y lo hacía con una gracia «tan seria» como la de Les Luthiers, de modo que su humor siempre resultaba eficaz y, dada su sencillez y modestia, sólo venía por pedido y casi siempre cerrando la sesión, cuando el sol ya amenazaba.
Uno de sus momentos más altos en la tertulia ocurría cuando todos aquellos próceres, que al principio mencioné u otros, le pedían Los versos de la Perrilla, y Mario, gustoso de la demanda, despabilaba su mnemotecnia, lucía su amplia sonrisa, se arrellanaba en la silla para chasquear dos veces la lengua y empezaba diciendo que: «esos eran unos versos anónimos y que tenían una introducción…
Lo demás era una fiesta. El agudo maestro se deleitaba cantándolos de memoria, la concurrencia marcaba un respetuoso silencio, con estallidos de vez en cuando, y así, de rima en rima, de cuarteta en cuarteta, hasta que el final inesperado coronara con gritería y aplauso.
Cuando hace un año fuimos a despedirlo al camposanto, su hijo Mario me contó que el viejo había dejado por escrito mucho de aquel memorioso tesoro. Sin dudar un instante le pedí los célebres versos que ahora menciono y luego de muchas peripecias, que no vienen al caso, los he reconstruido para ustedes y para rendir tributo a quien amaba tanto la amistad y la palabra. Es una versión trajinada por una gran pila de años y que no ha sido cotejada con los originales, si es que existen, de modo que debe tener errores.
Una escueta investigación, a vuelapluma, nos permitió saber que el autor de estos versos podría ser don José Manuel Marroquín, poeta insigne de Colombia que fue dos veces Presidente del país; pero la transcripción que ahora adjunto, no viene de ninguna otra parte más que de la memoria de Mario Roa y está expuesta tal como él la recitaba en aquellas inolvidables tertulias espirituosas, hoy casi exterminadas por el burumbúm de las discotecas o el ridículo de los karaokes.
Sea mi homenaje al amigo fallecido, al maestro de vida, a su joi de vivre, a su don coloquial, al verbo… que siempre fue primero.
23 de febrero de 2005.