Benditas novelas de espías, de secretos y mentiras

«Fue una de las estrellas del esfuerzo bélico literario», escribe Adam Hochschild en Para acabar con todas las guerras para definir a John Buchan, un

Tan agudo como siempre, una sola frase de Sherlock Holmes sirve para resumir el mundo del espionaje: «Por lo menos, servirán para que nuestra gente sepa lo que ellos saben y lo que no». Porque no se trata sólo de entrar en los secretos del enemigo, ni siquiera de que el enemigo no logre los nuestros, sino de controlar lo que los demás conocen. En cierta medida, la desinformación es más importante que la información. Arthur Conan Doyle cerró las aventuras de su detective con un relato de espías, Su último saludo, que también resume otra de las características del género: la política. Ese último cuento es un puro alegato antialemán al principio de la Primera Guerra Mundial. En estos dos elementos, información y política, se sustenta la mejor literatura de espionaje.

«Fue una de las estrellas del esfuerzo bélico literario», escribe Adam Hochschild en Para acabar con todas las guerras para definir a John Buchan, un autor ahora casi olvidado (salvo por Alfred Hitchcock, que llevó al cine su relato más famoso, 39 escalones), pero que durante la Gran Guerra alcanzó un éxito monumental y que se puede decir que es el padre de la novela contemporánea de espionaje. Antes, en 1907, Joseph Conrad había abandonado el mar para escribir El agente secreto, otra de las novelas fundacionales del género, junto a El hombre que fue jueves, de G. K. Chesterton. Ambas transcurren en el mundo del terrorismo anarquista. El género siguió creciendo en los años que rodearon a la II Guerra Mundial con escritores como Eric Ambler, autor de obras tan célebres como La máscara de Dimitrios.

Sin embargo, hubo que esperar hasta la Guerra Fría y, sobre todo, a dos escritores imprescindibles para que la literatura de espías alcanzase su apogeo: Graham Greene y John le Carré. No es una casualidad que los dos fuesen verdaderos agentes. Ian Fleming, el creador del espía más conocido de la ficción, James Bond, también trabajó en los servicios secretos. Sin embargo, las historias de 007 están mucho más cerca de los relatos de aventuras que del espionaje: las verdaderas historias de espías se juegan en el terreno del conocimiento, no de la acción.

Le Carré y Greene utilizaron a los espías para construir historias morales que son a la vez magníficos relatos llenos de trampantojos, de secretos y mentiras. Las obras de Greene, el guion de El tercer hombre y las novelas Nuestro hombre en La Habana —la historia de un gran timo—, El factor humanoEl americano impasible contienen muchas claves y trucos utilizados por numerosos escritores. Pero el autor más influyente es, sin duda, John le Carré, que ha logrado dar una hondura inédita al género. En todas las novelas de Le Carré siempre hay un personaje que trata de permanecer moral en un mundo inmoral; pero, sobre todo, demostró como nadie que las historias de espías no hablan de los secretos, sino de personas que manejan esa información en una interminable partida de ajedrez.

La obra maestra de Le Carré es la serie de ocho novelas en las que aparece el agente George Smiley (Llamada para un muerto, Asesinato de calidad, El topo, El honorable colegial, La gente de Smiley, El espía que surgió del frío, El espejo de los espíasEl peregrino secreto), que se alza como uno de los mejores (y más informados) relatos sobre la Guerra Fría. La caída del Muro no acabó con Le Carré, que ha seguido escribiendo novelas magníficas y se ha convertido en uno de los grandes críticos del mundo paranoico posterior al 11-S.

Los topos, los agentes infiltrados, se encuentran en el centro de una partida en la que nunca está claro quién es quién y en la que cualquiera puede ser otro. No deja de ser curioso que, durante sus servicios como espías, tanto Greene como Le Carré estuviesen en contacto con el mayor agente doble de todos los tiempos, Kim Philby, que dio un golpe devastador a los servicios secretos cuando se pasó a la URSS. Philby fue el cabecilla de los llamados Cinco de Cambridge. John Banville escribió una gran novela, El intocable, sobre uno de ellos, Anthony Blunt, que llegó a ser el conservador de arte de la Reina. Le Carré nunca quiso entrevistarse con Philby. «Es muy fácil, en el mundo de los espías, racionalizar cualquier infidelidad, cualquier crimen. Lo que hizo Philby era malvado, porque creció para lo mejor o lo peor en una sociedad libre», dijo.

La relación del espionaje con la realidad encontró su máxima expresión en el francés Gérard de Villiers, autor de la saga SAS, novelas de espionaje de gasolinera, a base de sexo y acción; pero también uno de los tipos mejor informados de Francia. The New York Times reveló en un perfil publicado poco antes de su muerte, en 2013, que los diplomáticos leían sus novelas con lupa. Un ministro de Exteriores, Hubert de Védrine, le invitó a comer y le dijo: «Usted y yo tenemos las mismas fuentes». Algo parecido ocurre con El fantasma de Harlot, la obra maestra inacabada de Norman Mailer (prometió un segundo tomo que nunca terminó): es una novela que contiene tanta información sobre la historia de EE.UU. que resulta casi imposible de asumir en una sola lectura. En el otro extremo, el de la literatura popular, Alan Furst ha encontrado un filón en la II Guerra Mundial con títulos que van desde lo bueno (Espías de los Balcanes, Los espías de Varsovia, El corresponsal) hasta lo peor (Soldados de la noche: sus errores sobre la Guerra Civil son antológicos).

Muchos escritores, de Javier Marías (Tu rostro mañana), Arturo Pérez Reverte (La piel del tambor) o Justo Navarro (El espía), a Ian McEwan (El inocente, Operación Dulce) o Timothy Garton Ash (El expediente), han utilizado a los espías para contar otras historias, sobre la vida y la muerte, sobre el engaño. De eso tratan al final todas las grandes novelas de espionaje: de política, de información, pero sobre todo de los seres humanos y sus mentiras. Así explicó una vez Graham Greene el género: «He acudido al espionaje cuando he querido contar algo especialmente realista, un mundo de oficinas y carpetas, papeles y telegramas, donde no se veía claramente la violencia. Lo importante es lo que hay detrás».

Tomado de Babelia

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