Tolstoi y la felicidad

¿Qué es la felicidad? Responder a esta pregunta, y responder de tal manera que con esa respuesta pueda uno más o menos guiarse, es

¿Qué es la felicidad? Responder a esta pregunta, y responder de tal manera que con esa respuesta pueda uno más o menos guiarse, es algo que puede hacer, sin duda, una personalidad solvente, un escritor conocido, un filósofo. ¿Quién si no el conde Tolstoi podría responder a esto, si quisiera, con autoridad y honradez? Así fue que me fui a buscarlo…

Al llegar al callejón Hamovnichesky, donde en una casa antigua, de madera señorial, vive nuestro famoso escritor, tenía serias dudas –debo confesarlo– sobre si se decidiría a conversar sobre este tema, sabiendo en particular que sería para una entrevista periodística… A él no le gusta mucho que lo interroguen…

El lacayo me abrió la puerta de la entrada y, mientras me quitaba el abrigo abajo en la antesala, subió a informar de mi presencia, de donde enseguida escuché que me decía: «¡Venga, por favor!».

Por el pasillo se escucharon unos pasos, y el conde Lev Nikoláievich Tolstoi entró en el cuarto.

Creo que no hace falta describirlo, ¿quién no lo conoce, aunque sea de vista, por los retratos? Lo único que ningún retrato ha transmitido es la mirada de sus ojos, bondadosa, apacible y cariñosa.

Nos sentamos frente a frente y Lev Nikoláievich, subiendo un poco la pierna sobre el sillón, me dijo:

¿Qué es la felicidad, es lo que quiere saber? –Y se sonrió, con una sonrisa amable y silenciosa–. ¡La felicidad! ¡Acaso es posible hablar de ese tema así tan apresuradamente! La verdad es que allá, en el extranjero, la prensa acostumbra ahora a tratar superficialmente los asuntos más serios.

¡Y aun así, hay mucha gente que quisiera conocer, así sea superficialmente, lo que más detalladamente le sería inaccesible! Al menos una pregunta como esta: ¿qué es la felicidad? Cualquiera sabe qué es la felicidad para uno personalmente, pero qué es la felicidad en sentido abstracto, dónde buscarla, dónde alcanzarla, no lo sabe…

Para conocer esta verdad, es necesario persuadirse de aquella diferencia que existe entre el aprendizaje del mundo y la doctrina de la religión verdadera. Todas estas opiniones contradictorias de unos y otros sobre lo que para cada uno sería la felicidad se fundan en lo que cada uno considera necesario en la experiencia del mundo. Y todos ellos abandonarían para ello sus casas, el campo, a los padres, a los hermanos, las mujeres, los niños, abjurarían de todo lo verdadero y llegarían a la ciudad, pensando que aquí estaría la felicidad…

Pero ¿acaso en la ciudad no se puede encontrar la felicidad?

¿En la ciudad? Considere aquella vida que todos llevan en la ciudad como la medida de lo que siempre las personas han llamado felicidad, y verá que esa vida está lejos de tal idea.

¿Cuáles serían las características de la felicidad, sobre las que nadie discutiría?

Ante todo, es imposible la felicidad sin la luz del sol, con la ruptura de los lazos del hombre con la naturaleza. En otras palabras, la vida fuera de la ciudad, bajo el cielo abierto, al aire libre, en la aldea, es la primera condición de la felicidad terrenal. Mire, ni siquiera la poesía la imagina de otro modo y, al dibujar la arcadia feliz, celebra la vida idílica en el seno de la naturaleza, lejos de las ciudades…

Una gran cantidad de gente vive en las ciudades, está atada a ellas, no tiene posibilidad de vivir en la aldea, nace y muere sin verla. Así que ¿de veras es imposible la felicidad para ellos?

¡Es imposible, estoy convencido de eso! Mire a qué está condenada esa gente: a ver, bajo la luz artificial, los objetos elaborados por el trabajo humano; a escuchar los sonidos de los coches, el estrépito de los carruajes; a comer a menudo cosas no frescas y malolientes. Nada les permite una relación directa con la tierra, las plantas, los animales. ¡Es una vida de presidiarios!

Pero ¿acaso las ciudades no son el resultado natural del desarrollo gradual de la familia, la comunidad?

¿De dónde ha sacado eso? Eche un ojo a la Historia y verá que las ciudades se construyeron con fines de conquista…

Bien, pero si es así, los frutos y los éxitos de la civilización que se manifiestan brillantemente en los grandes centros, ¿nada de eso tiene sentido?

¡Pero quién le ha dicho que la civilización conduce a la felicidad! ¡Ajá, dicen, la civilización se desarrollará, empezarán a dar vueltas los coches, todos serán felices! ¿De dónde han sacado eso? No, nuestra civilización, como las que hubo antes, llegará a su fin y morirá, porque no es otra cosa que la acumulación de los instintos monstruosos de la humanidad. ¿Acaso antes de nosotros no hubo civilizaciones? La egipcia, la babilónica, la asiria, la hebrea, la griega, la romana… ¿Dónde están? ¿Condujeron a la felicidad? ¡Todas sucumbieron, y lo mismo pasará con la nuestra!

¿Entonces significa que la ciudad es un obstáculo para la felicidad?

No, no la ciudad. Es necesario el trabajo para ser feliz, pero el trabajo libre, razonable, deseado, y sobre todo el físico, no el que atrofia el cerebro y los músculos.

Por exigencias del mundo, las personas sirven, van a las oficinas, reciben dinero a cambio… Pero ¿acaso aman su trabajo, acaso les satisface? ¡No! Se dejan vencer por el aburrimiento, hacen un trabajo que odian y puedo apostarle que no escuchará de ninguno de ellos que esté contento con su trabajo. Pero pregúntele a un mujik que ara la tierra si está contento. ¡Ah, qué contento y con qué amor mira los surcos que se tornan oscuros!

»Una condición más para la felicidad es la familia. Y esto no existe aquí, donde el éxito mundano se considera erróneamente como la felicidad. ¿Acaso todos estos maridos, estas esposas, conforman una familia? Con frecuencia son uno para el otro una carga, y los hijos esperan a menudo la muerte de los padres para hacerse con la herencia. […]

[Conversación aparecida en La Gaceta de Petersburgo nº 341, el 10 de diciembre de 1896. No se logró establecer la identidad del periodista que firmó esta entrevista bajo el seudónimo de Nard.]

Extraída del libro Conversaciones y entrevistas. Encuentros en Yásnaia Poliana.

Edición de Jorge Bustamante. Fórcola. Madrid, 2012. 192 páginas. Reseñada por ABC.

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