La debacle económica de un país en bancarrota ha llevado a una explosiva situación social que desencadenó una crisis institucional sin parangón en la historia de ese país.
Cinco políticos han pasado por la silla presidencial de Argentina en un período de pocas semanas; mientras tanto, en las calles la gente manifiesta su descontento por el caos económico y la ira contra una clase política que durante la última década desmanteló el Estado.
En la madrugada del pasado 2 de enero, nuevamente a brincos y a saltos, la Asamblea Legislativa designó como presidente de la nación al senador peronista Eduardo Duhalde; no obstante el consenso alcanzado para su designación, las protestas que provocaron la caída de los mandatarios anteriores no han cesado.
Gracias a los votos de la mayoría peronista, — que impidió gobernar en su momento al dimisionario Fernando De La Rúa –, y a los de los radicales, fue posible designar a Duhalde como mandatario en un clima de caos social y de descrédito de la dirigencia política.
Para la mayoría de la población, — que a golpe de cacerolas, ollas y sartenes provocaron la dimisión de De La Rúa y del efímero presidente Adolfo Rodríguez Saá –, el nuevo inquilino de la Casa Rosada no significa en modo alguno garantía de que se atenúen los problemas económicos que afligen a la mayoría de la población.
De hecho, las primeras medidas adoptadas por Duhalde, como la devaluación del peso (que pone fin a una década de paridad con el dólar) y el mantenimiento del «corralito» financiero (que le impide a los ciudadanos sacar su dinero de los bancos); no han hecho sino poner en riesgo mayor a aquellos sectores que afrontan el hambre y la miseria desde hace meses.
Jubilados y desempleados ven como cada día es menos lo que pueden llevar a sus mesas y no tienen otro camino que el de salir a la calle a protestar. Sin embargo, sus gritos y la sangre derramada por aquellos víctimas de la represión policial no parece que sirvan para acabar con un sistema corrupto en el cual el clientelismo político y los escándalos financieros han llevado al país a la ruina más absoluta.
Las improvisadas medidas económicas no parecen, de este modo, contentar a nadie. Las clases populares ya han perdido la confianza en cualquiera que se arrogue el calificativo de «político» y los organismos financieros internacionales, — que en otro tiempo aplaudieron las medidas de ajuste y las privatizaciones que desmantelaron el Estado –, ahora se lavan las manos y dejan al país al garete, limitándose a ofrecer su «ayuda» técnica; pero negando cualquier desembolso que le pudiera servir al gobierno para afrontar la bancarrota.
Más preocupados por la situación en la que quedan sus transnacionales, los países con grandes inversiones en Argentina, — como España o Estados Unidos –, se limitan a disculparse y a decir que la crisis debe ser resuelta por los argentinos, por tratarse de «un problema interno».
De esta manera, abandonado por propios y extraños, Eduardo Duhalde, que debe llevar las riendas del país hasta diciembre del 2003 y que, en su momento, como vicepresidente en la etapa de Ménem fue uno de los responsables del caos actual –, se debate entre sus iniciativas populistas al más puro estilo del caudillo Perón y las recetas de los banqueros del mundo que significan aún más miseria para su pueblo.
No obstante, la coyuntura no es un hecho casual y sus raíces están hondamente enclavadas en la historia reciente del país.
DICTADURA Y DEMOCRACIA
A principios del siglo pasado, Argentina era considerada una especie de tierra prometida para miles de inmigrantes que huían de Europa. Los índices de producción y desarrollo del país en esa época eran comparables a los de Estados Unidos.
Sin embargo, la etapa de opulencia se vio ensombrecida por un clima político de inestabilidad y enfrentamiento, ya que la repartición de la riqueza era muy dispar y se generaron grandes diferencias socioeconómicas en las clases sociales.
La historia institucional está jalonada de múltiples y sangrientas interrupciones del orden constitucional. El ejército, la mayoría de las veces en defensa de los intereses de la oligarquía, no dudaba en quebrantar el estado de derecho y someter a la población a regímenes de represión y dictadura.
El populismo peronista, que permitió amplias concesiones para la clase trabajadora gracias a que Argentina se convirtió en el granero del mundo durante la Segunda Guerra Mundial, dio paso, durante las décadas de los 50 y los 60, a períodos intermitentes de democracia y dictadura que atrasaron considerablemente el desarrollo económico y social del país.
La debacle económica del último gobierno de facto, que gobernó desde 1977, así como la fallida aventura militar en las Malvinas, llevaron en 1983 a reinstaurar el orden constitucional de la mano del radical Raúl Alfonsín.
El retorno a la democracia después de un régimen que «desapareció» y asesinó a más de 30.000 opositores, hizo abrigar muchas esperanzas a los argentinos; no obstante, la mala gestión económica llevó a un lapso de incertidumbre financiera y crisis hiperinflacionaria que de nuevo truncaron la expectativas de una mejoría en las condiciones de la población.
VENDEDORES DE ESTADO
Con el regreso del peronismo al poder en 1999, el presidente Carlos Ménem inició un agresivo programa de ajuste que se compuso esencialmente de dos factores: paridad cambiaria y venta de activos del Estado.
A pesar de la relativa estabilidad que dio al país dejar la espiral inflacionaria, las condiciones de vida de las clases menos favorecidas no mejoraron y el desempleo creció de manera galopante.
Los últimos años de la gestión de Ménem estuvieron marcados por las denuncias de corrupción y enriquecimiento ilícito a raíz de la venta de las empresas estatales.
De este modo, cuando el sucesor de Ménem, Fernando De La Rúa, asumió el poder en 1999, se dio cuenta de que el Estado había sido desmantelado y ya no quedaba ni un dólar del monto generado por las privatizaciones.
De La Rúa llegó al gobierno apoyado en una disímil coalición entre la Unión Cívica Radical y el Frente por un País Solidario (FREPASO), de tendencia centro izquierdista. La salida de la vicepresidencia de Carlos «Chacho» Álvarez (del FREPASO) a pocos meses de ganar los comicios, desencadenó la primera gran crisis institucional que tuvo que afrontar el mandatario.
El Congreso, dominado por los peronistas, impidió que De La Rúa adoptase las medidas necesarias para sacar al país adelante y para poder pagar la ominosa deuda externa dejada por los mandatarios anteriores.
Ante la inminencia de una suspensión de pagos, De la Rúa llamó a Domingo Cavallo, ex ministro de economía de Ménem, a formar parte de su gabinete; pero fue incapaz de sacar al país del prolongado período de recesión económica.
La victoria peronista en los comicios legislativos del pasado octubre complicó aún más las cosas a un presidente con buenas intenciones, pero sin ideas propias.
Las luchas intestinas dentro de las filas opositoras dejaron aislado a De La Rúa, quien optó por renunciar en diciembre luego de fracasar en su iniciativa de forjar un gobierno de unidad nacional capaz de afrontar la crisis.
La explosión social dio paso a la crisis institucional que culminó con el nombramiento del senador Duhalde, — quien había perdido las elecciones de 1999 frente a De La Rúa –, como presidente.
El nuevo mandatario, que había sido gobernador de la Provincia de Buenos Aires antes de ser vicepresidente con Ménem, ha sido ligado a escándalos de corrupción y tráfico de influencias.
Su designación no abre grandes esperanzas y es posible que su gobierno sea tan efímero como el de sus inmediatos predecesores.