La primera vez que vi a don Joaquín fue en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Costa Rica, a mediados de los años setenta del siglo anterior, él conversaba con un grupo de estudiantes en los corredores de la Facultad y yo me apoyé en la baranda que daba a los jardines, para ver si de veras aquel era el mismo don Joaquín que yo había visto en la contraportada de Murámonos Federico. Y sí, era el mismo, sólo que más alto de lo que yo me imaginaba y mostrando un interés atento y suspicaz en lo que cualquier conversación le revelara de la vida.
Así lo advertí esa tarde de verano para enseguida, lo más pronto que pude, convertirme en su alumno en las clases de Teoría y Práctica Literaria. Luego lo veo dirigiéndose a mí con la mirada mientras daba su clase, deleite de asombro y vitalidad que uno deseaba que no terminara nunca, y yo no muy convencido de que fuera conmigo la cosa, poniendo, arrobado, la mayor atención que he puesto en mi vida en clase alguna.Después vienen las lecturas minuciosas de los poemas, es decir, el taller que él hacía con nuestros textos, en el que nos iba dando toda una concepción de la literatura y de la vida, junto a las herramientas básicas del arte de escribir. Sin grandilocuencia ni academicismos, don Joaquín nos fue trasmitiendo una tradición de escritor que ponía en perspectiva creadora su bagaje intelectual y humano.
De las visitas a su casa como parte del grupo, pronto me desprendí para seguir yendo sólo. De alguna manera, imperceptible pero tenaz, fuimos tejiendo una amistad que ahora que la rememoro siento que tenía mucho de reverencia de mi parte y de generosidad de la suya.
Eran encuentros largos en que yo sólo trataba de cuidar el hilo de la conversación para que no se trizara y pudiéramos llegar adonde queríamos llegar. Pero para llegar allí, al fondo de su experiencia, que era en esos momentos, el fondo de la vida misma, había que atravesar lugares remotos, parajes humanos, grandes territorios de la historia y también personas y sensaciones vitales que habían quedado resonando en el contrapunto de sus recuerdos de infancia y vida trashumante. Era fácil dejarse ir, como en un río ancho, por aquel caudal de conocimientos, experiencias, visiones de la realidad y de la historia. Todo entretejido a través de la plena humanidad de don Joaquín, que era el verdadero trasfondo de todo lo que él decía y hacía.
No había cansancio ni premura en esas largas horas de conversación. Era como el cumplimiento de una misión que la vida nos había otorgado: Para mí, la posibilidad de acceder a las fuentes de su vida y de su obra, construyendo al mismo tiempo una amistad sin atenuantes; para él, quizá, la posibilidad de conversar con alguien que era pura receptividad y anhelo de trascender los límites de lugar y origen social.
En la última conversación que tuvimos, poco antes de su muerte, compartimos un pan que llevé. Estaba acostado en su cuarto, abrigado con una cobija de color rojizo y tenía algunos libros en su mesita de noche. Al despedirnos, le dije que pronto estaría bien, y entonces él hizo un gesto como diciendo: No, esta vez va en serio… y no estaba equivocado.