En los últimos días la ciudadanía ha sido testigo de discusiones superficiales acerca del “Estado Laico”. Aunque no se trata de un tópico nuevo por la confesionalidad manifiesta en la Constitución Política (1949), la discusión en torno a las ventajas o desventajas de este vínculo han tomado fuerza dentro de todos los ambientes, incluso dentro de los adeptos de la misma Iglesia Católica. Esto, aunado a temas que están sobre la mesa en el ámbito político, como la Fecundación “in vitro”, el matrimonio igualitario, el reciente acto de desagravio en el “Santuario Nacional” por parte de los presidentes de los Supremos Poderes, así como la toma de posesión del nuevo Arzobispo de San José con la presencia de una parte de la “corte celestial política”, son elementos que hacen reflexionar sobre la posibilidad de nuestro país como “Estado Confesional” o “Estado Laico”.
Es conocida la insistencia de los papas Benedicto XVI y Francisco por una “sana laicidad” que promueva relaciones de equidad entre los distintos grupos sociales, pues «[…] la convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad» (Bergoglio, 26 de julio, 2013). El discurso oficial de la jerarquía católica se mueve en esta línea que, en realidad, aunque parece ser conciliadora, sigue siendo limitada en nuestro contexto. Precisamente, aquí queremos hacer un señalamiento: la distinción semántica entre “laico” y “laicista” que los sectores eclesiales repiten hasta el cansancio, se fundamenta en que “queremos un Estado laico que nos permita expresarnos, no un Estado laicista que nos persiga y enmudezca”.Según ellos, detrás de la bandera de la laicidad, se esconde el grito voltairiano “¡Aplastad a la infame!” y, aunque en la mente de muchos es así (soy incisivo con esto porque algunos antirreligiosos pueden transformar sus ideas en nuevos dogmatismos, convirtiéndose paradójicamente en lo que al inicio criticaban), no es ese el sentido que el proyecto por un Estado Laico en Costa Rica pretende. Se entiende que un Estado no puede “profesar” una religión particular, pues no es una persona individual, pero tampoco puede transgredir el ámbito de la conciencia religiosa (individual y social); más bien es su deber resguardarlo para que sea garante de pluralidad.
¿Por qué, entonces, hacer la distinción entre “laico” y “laicista”? ¿Honestidad tomista pues “quien bien distingue bien filosofa”? No lo creo. Predicar contra el proyecto por un Estado Laico acusándolo de asesino (en temas de bioética o ideológicos), de perseguidor y unilateral (pues quiere “callar a todos los curas”) es una forma más de resguardar la confesionalidad estatal. Se han empleado, incluso, estrategias de miedo que generan pintorescas frasecillas en los fieles más fieles: “no se podrá ni hacer la romería”, “menos poner un crucifijo o llevar un escapulario”, “quieren sacar a Dios de la Constitución y de la sociedad” (como si de un fetiche se tratara), “hasta la Semana Santa nos quitarán”. Esto se llama manipulación y –con el respeto debido– falta al pudor, es decir, obscenidad. Considero que la distinción entre “laico” y “laicista”, filológicamente curiosa por el “-ismo”, en este caso es una expresión de demagogia que en realidad quiere confundir y promover un “Estado pseudolaico”, porque la intensión velada se podría resumir en que “está perfecto que seamos un Estado Laico… ¡Pero que no toquen nuestros privilegios!” (relaciones de poder político-económicas). Quieren ser un “Estado Laico” sin serlo.
Cuando se estudia el cristianismo en sus orígenes es imposible no plantearse preguntas: ¿Cuándo se transformó el movimiento de Jesús en una transnacional del comercio “sacral”? ¿Cuándo, en los textos de los evangelios, se habla del ligamen Imperio Romano-Reino de Dios? El vínculo entre Pilato y Caifás, entre el poder político y el poder religioso, fue la principal causa del asesinato de Jesús, pues los sacerdotes no toleraron que un judío marginal les exigiese «[…] Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios» (Mc 12, 17). El Sanedrín no soportó su “secularidad”, es decir, su distancia de la oficialidad religiosa que pretendía institucionalizar a Dios ya que…
«El hombre no ha nacido
para tener las manos amarradas al poste de los rezos.
Dios no quiere rodillas humilladas en los templos,
sino piernas de fuego galopando,
manos acariciando las entrañas del hierro,
mentes pariendo brasas, labios haciendo besos.
Digo que yo trabajo, vivo, pienso,
y que esto que yo hago es un buen rezo,
que a Dios le gusta mucho y respondo por ello.
Y digo que el amor es el mejor sacramento,
que os amo, que amo
y que no tengo sitio en el infierno».
(Digo, Jorge Debravo)