La fe y la esperanza de millones de personas en la promesa de la democracia han perdido fuerza en nuestro hemisferio. Desde este punto de vista, el golpe de Estado en Honduras es la constatación de un mal mayor cuyas raíces se encuentran en la miseria que azota a nuestras sociedades.
Los presidentes latinoamericanos, como cabezas de gobierno, saben que la democracia no ha tenido un buen desempeño en América Latina (O’Donnell); por eso, no deja de sorprender la imprevisible rapidez con que han condenado dicho golpe de Estado. Me pregunto, ¿si los Jefes de Estado no estarán utilizando este quebranto a la Constitución como chivo expiatorio, para ocultar las burlas que se infligen a la democracia, día tras día, en sus respectivos países?
No hay duda de que el Presidente Zelaya no supo jugar con el fuego de la reelección, prohibida por la Constitución de Honduras. En efecto, el artículo 239 establece que “el que quebrante esa disposición o proponga su reforma, así como aquellos que lo apoyen directa o indirectamente, cesarán de inmediato, en el desempeño de sus respectivos cargos, y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública”.
Además, como para que no quede ninguna duda sobre la severidad con que se regula este tema, el artículo 374 consagra como norma pétrea o irreformable, el precepto constitucional que prohíbe la reelección presidencial.
No obstante lo anterior, el Presidente Zelaya, a contrapelo de lo que establece su Carta Fundamental e irrespetando la oposición del Poder Judicial y del Poder Legislativo, se empeñó en realizar una consulta popular, no vinculante, organizada por él mismo, sin supervisión legal y carente de todo rigor científico o estadístico. Semejante proceder me recuerda la consulta que un viejo zorro de la política nacional hizo al amparo de la convención de un partido político.
Con esa consulta, el presidente Zelaya buscaba respaldo para instalar una cuarta urna en las elecciones que se llevarán a cabo en el mes de noviembre. El objetivo de la misma era preguntar a los ciudadanos sobre la posibilidad de convocar a una asamblea constituyente, y por esa ruta, derogar la norma que prohíbe la reelección presidencial.
Craso error el de Zelaya. Solito se colocó en una situación muy precaria jurídicamente, lo cual fue aprovechado por sus enemigos políticos. Fue así como, el Congreso hondureño, al mejor estilo del Comité de Salvación Pública al mando del incorruptible Robespierre, mediante un juicio sumarísimo de naturaleza política, sin traslado de cargos, sin derecho a defensa ni a ninguna de las otras garantías que el Estado de Derecho otorga a los ciudadanos, lo destituyó y expulsó de Honduras; por cierto, también a contrapelo del artículo 102 de la Constitución, que dice: “ningún hondureño podrá ser expatriado ni entregado por las autoridades a un Estado extranjero”.
Desde este punto de vista, condeno al igual que lo ha hecho la comunidad internacional, este golpe de Estado. La escandalosa agresión que ha sufrido el Estado democrático y social de derecho no se puede permitir ni disimular en forma alguna.
Más allá de este condenable golpe de Estado, se debería aprovechar esta crisis para tomar conciencia de que en nuestros países -incluyendo Costa Rica- se agrede la Constitución y la democracia, todos los días. Estoy convencido de que la meteórica reacción de los presidentes latinoamericanos en contra del conflicto hondureño, entre otras cosas, contribuye a desviar la atención de lo que está ocurriendo en sus países. La condena al circo que los hondureños golpistas han montado en contra del Estado de derecho, les permite presentarse ante el mundo y ante sus propios ciudadanos como gobernantes muy respetuosos de las instituciones de la democracia, a pesar de que su gente está muriendo en el más absoluto abandono democrático.
La democracia es mucho más que un procedimiento para elegir a quienes gobiernan y transmitir el poder de manera ordenada y pacífica. ¡Las elecciones no son un fin en sí mismo, ni la división de poderes, ni la Constitución! El compromiso de la democracia es con el ser humano y su dignidad. Su reto es la libertad de todos, la igualdad, la justicia y el bien común; así está proclamado y regulado en la Constitución. En la democracia las personas no existen para el Estado, el Estado existe para resolver los problemas de las personas. Cuando los gobiernos no consiguen esos cometidos, al igual que sucede en un golpe de Estado, también se quebranta la Constitución; y como todos los días muere gente de hambre, entonces todos los días hay golpes de Estado a nuestras endebles democracias.
La crisis de la empobrecida Honduras debe servir a los países de la región para superar esa vieja concepción minimalista de la democracia. Con la panza vacía, sin salud, sin vestido, sin educación, sin techo y sin paz; la fe y la esperanza que los latinoamericanos depositaron en la democracia cuando vivían bajo el peso de la bota militar, continuará erosionándose.
Si no se resuelven los problemas de pobreza, desigualdad, exclusión social, crisis económicas frecuentes, inflación, corrupción y del clientelismo político, cualquier cosa puede suceder.
Ante ese desolador panorama de problemas irresueltos yo me pregunto: ¿por qué razón las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos y otros organismos internacionales, que han sido tan solícitos en condenar este golpe de Estado, no dicen ni hacen nada para propiciar el bien común de la gran familia latinoamericana?
Tenemos que saber, que si la democracia que es un gobierno salido del pueblo no resuelve los problemas del pueblo, siempre habrá alguien que terminará apropiándose del poder mediante golpes de Estado, elecciones o procedimientos camuflados de democracia.
En el mundo del poder, siempre hay alguien que quiere más poder. Siempre existe una autoridad política superior acechando las instituciones de la democracia, sobre todo cuando hay hambre en los pueblos. La pobreza tiene rostro de necesidad y de la necesidad se valen los populistas y poderosos para encaramarse en la silla del poder.