La belleza da vida a lo que la mirada descubre, al mundo, al universo, lo que somos, cualquier humano ojeando la página de un diario, asomado a la televisión, viendo el bus de su barrio que muestra en la parte trasera el trasero de una modelo quita respiración, anunciando un calzón o la máquina que pone duros los glúteos y muy probablemente, alguno que otro órgano, si no de ella, de algún caminante con horas de holgazanear por las aceras. Esa belleza que se lió a golpes con la fuerza y la razón, desde el día que dejó rodar la manzana de la discordia Afrodita.
Pero… ojo: la belleza pasa por el tamiz del dinero, aunque parezca cuento de otra dimensión. Es pasión, perfección, éxtasis, contradicción, antojo, conocimiento, historia, misión. Ha trastocado la belleza su acepción gramatical, ortográfica, sintáctica, la belleza es más ahora el rito de un sueño que baja de la mercadotecnia. Sin que por sueño se entienda que han abandonado los ojos la vela, la vigilia es perpetua. La belleza la dicta el factor común de la sociedad moderna. O por decirlo de otra manera, la belleza es una lotería genética, es llegar al mundo para hacer de las suyas, porque sus carnes han sido bendecidas, el soplo de Eros fue directo a esa masa escultural que conlleva sensualidad y erotismo. Si no, asómese a la publicidad: la religión más apetecida, y encontrará mi respuesta brincando y enardecida. Un rostro involuntario que se cuela en el capital con agilidad pasmosa y empieza a manejar riendas no más porque la vida es así: un espectáculo de ganadores y perdedores, donde el sudor, la inteligencia, el rigor, la disciplina, la ciencia, no son más que ingredientes retóricos a la hora de mantener en el redil la incomprensión. A Marilyn Monroe la mató su belleza, a María Callas la ausencia de ella, a pesar de hincar teatros con su voz. A Jim Morrison, la belleza, el talento, la voz, y el exilio.