Contaba apenas los 11 años de edad cuando la Crónica de una muerte anunciada tocó las manos y la imaginación de mis vidas, eran las páginas escritas por un hombre de bigote que se había ido a vivir a una buhardilla a la rue Cujas de París, la figura ornamentada por el viento del Caribe, el mismo que refresca los pueblos misteriosos y plagados de hermosura en Limón, La Habana o Cartagena; sus palabras se teñían con el color amarillo del cólera como el amor, el de los barcos a vapor en donde todos los latinoamericanos nos enamorábamos al tiempo que múltiples sirenas de color gris se paseaban por el río Magdalena.
Y es que ese hombre se repetía para con sí aquella frase de Tolstoi –cuenta tu aldea y serás universal- bien que la leyó y bien que la escribió, bastaba tomar un automóvil y cruzar los bananales del Caribe costarricense pare ver las mismas mariposas amarillas salir de las manos curtidas de los trabajadores, o quizá adentrarse en los campos de palma africana del Pacífico Central para encontrar a la hojarasca que años antes había barrido pueblos.García Márquez no había inventado nada, porque todo ya existía, a él le habían contado las historias de los pececitos de oro, las apariciones y el olor a naftalina, sé que a nosotros y nosotras también, los cuentos de gentes que no se morían hasta 100 años después o de quienes se morían de amor, los ríos que bañan las alboradas tropicales en donde el calor nos envuelve en los sueños de la calentura, el dengue y cuanta enfermedad se puede inventar el aire para hacernos recordar que estamos vivos.
“Contaba” los cantos de la parranda como el Aureliano ensopado en champaña, el olvido generalizado de las guerras interminables en las que aún nos encontramos envueltos, las lágrimas por los animales que rodeaban las casas metidas en medio de manglares, un Corcovado o cualquier otro de los miles de América, el cheque que nunca le llegó por los cierres estrepitosos al tiempo que el coronel se levantaba en el calor del recuerdo.
García Márquez, el pensador universal, el de los papiros que contienen los secretos de siglos de búsqueda en nosotros mismos, los galeones españoles, portugueses, africanos, ingleses que encontraron en la América la fuente de una belleza interminable, el Gabo contó lo que le contaron, así como nosotros hemos de contarlo y como otros contarán en los rincones más oscuros y claros de los mapas cartográficos de la imaginación.
He ahí la historia que contaré, que el Gabo se me apareció debajo de un árbol con un sombrero rallado, sonriendo como el mar Caribe, bailando de vez en cuando una parranda y mandándome a releer los libros a los que les metí naftalina, los que me cuentan las esquinas más hermosas de mi continente.