Hace aproximadamente 465 años, en el año 1545, se asentaron los primeros españoles sobre el Cerro Rico en Bolivia, para iniciar lo que ha sido una de las más grandes explotaciones mineras de la historia.
La ciudad de Potosí, sede de este gran monte de abundante plata, se convirtió en un lugar lujoso, esplendoroso y sobre todo poblado; era el perfecto sitio para intentar saciar las desproporcionadas ansias de riqueza españolas. Sólo veintiocho años después de la llegada española al cerro, ya la población era de 120.000 personas, la misma cantidad de Londres y «hacia 1650 un censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes.
Era una de las ciudades más grandes y ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así.» (Galeano, 1976, p. 38)
Este auge minero llenó de plata a los europeos.
Se dice que entre 1503 y 1660 arribaron al puerto de Sevilla 16 millones de kilos de plata. El grueso de este llegaba desde Potosí. Esta cifra no incluye la gran cantidad de metales que se transportaban en contrabando. Mientras miles de aborígenes morían en medio de los inhumanos trabajos para extraer la plata, los españoles asistían a sus iglesias con altares hechos de este valioso metal. El año 1650 fue el tope de producción minera en Potosí. Después la producción se redujo, así como se redujo la población y se vino abajo la gran ciudad. Para la llegada del movimiento de independencia, en Potosí sólo vivían 8.000 personas y la pobreza se instaló cómodamente en aquella ciudad donde, en algún momento, las alas de los querubines en las procesiones eran de plata pura. Ahora bien, ¿de qué nos sirve esta historia colonial a nosotros los costarricenses?
Aunque suene increíble, el país discute hoy, en el siglo XXI, si admite que una empresa extranjera extraiga oro de nuestras bellas tierras norteñas. No es cualquier tipo de explotación. Es una mina a cielo abierto, una mina que arrasa con todo a su alrededor y que requiere para dicha extracción de oro del cianuro, una sustancia tan tóxica y letal como las enfermedades que trajeron los españoles a América. La extracción implica deforestar la zona; destrozar los árboles en donde en sus copas posan y viven las bellas y en peligro de extinción lapas. La empresa dice que reforestará el doble de lo que deforeste. Suena esto risible cuando sabemos que en el futuro no podremos decir: «destruimos este mundo pero construiremos otros dos».
Los habitantes de la zona han sido seducidos por la empresa construyendo carreteras y prometiendo trabajo y progreso. El expresidente Óscar Arias declaró de interés nacional dicho proyecto y el actual Gobierno se negó a derogar el decreto. Tal vez hay intereses personales en todo esto. Tal vez la gente de la zona obtendrá su trabajo. Tal vez la empresa bañe en oro la cruz de la iglesia local. Tal vez como en Potosí, algunos sean felices por un tiempo. Pero, ¿y luego? Después que se agote el oro, después que en Cutris sólo quede una mancha de tierra envenenada, en donde no se pueda cultivar ni el arrepentimiento. Después que el turismo sea sólo para filmar documentales de lo que no se debe hacer con la Naturaleza. Después que la gente sufra el mismo desempleo que sufre hoy, se redescubrirá lo que se descubrió en Potosí hace siglos: La minería da riqueza a los que ya la gozaban y pobreza a los que ya la sufrían.
El oro de nuestra época está en la mente de los jóvenes y las escuelas son las únicas minas que deben proliferar. Los políticos modernos tienen la obligación de ofrecer soluciones sostenibles con el ambiente a su población, porque considerar proyectos como el de Crucitas de interés nacional, parece más bien un acto propio de politicastros.