Existe un paralelismo entre la inversión pública en infraestructura (abastecimiento de agua y alcantarillado, carreteras, puertos, aeropuertos, electricidad y telecomunicaciones,) y la productividad. Para atender más de 35.000 Km de las carreteras ticas (rehabilitación, mantenimiento rutinario y bacheo en forma sostenida) se ha llegado a 0,7 del PIB, pero se considera que debería invertirse en infraestructura (incluyendo obras nuevas) el 4,4% del PIB. Siendo insuficientes los recursos públicos por sí solos para cumplir con las necesidades que el país demanda, se promulgó la Ley Nº 7404 o Ley General de Concesión de Obra Pública (COP). Con ésta se promueve y se regula, complementariamente al aporte estatal, la inyección de capital privado en inversión, operación y mantenimiento de infraestructura en áreas tradicionalmente atendidas por el Estado. Teóricamente suena muy atractivo y congruente: La incorporación de los recursos del sector privado en carreteras descongestionaría las finanzas públicas en ese renglón y lo no invertido podría destinarse a favor de la salud, la educación y la vivienda. Además, se aumentaría la tasa de productividad y se aprovecharía la privilegiada ubicación geográfica para traducirlo en menos costos de transporte, bajando casi a la mitad el valor CIF (Cost, Insurance and Freight). Pero…
Se mina la confianza que el pueblo le debe al Estado cuando se actúa a contrapelo del artículo 7 del COP, que expresa que “La explotación del bien objeto de la concesión será siempre para beneficio del interés público según los siguientes principios: conveniencia nacional, legalidad, generalidad, continuidad, eficiencia, adaptabilidad y justa retribución”. Y caemos en el sospechismo, la sospecha de que hay algo muy turbio cuando se le concede a un particular el derecho de hacer obra o asegurar algún servicio, a cambio de recibir millones de colones como beneficio ilegítimo, y se considera al Ejecutivo como repartidor de autorizaciones para desplumarnos descarnadamente, violentando la ley (Art 14 COP: “La tarifa o retribución económica se fijará con base en factores de razonabilidad económica e interés social, tales como el costo de las inversiones efectivamente realizadas y su recuperación en el plazo de la concesión, los gastos de conservación y de explotación técnicamente aceptables, la utilidad justa del concesionario y la capacidad económica de los usuarios”). En el caso de algunas concesiones se ha sembrado la duda de si esas autorizaciones eran urgentes y oportunas, o si el interés perseguido es de denarios. Porque…
El interés por atraer capital privado para infraestructura de transportes demanda un proceso de contratación transparente, que genere confianza en la sociedad civil. Pero, cuando la insaciable casta gobernante y los pseudoempresarios presentan como un hecho irrebatible que la empresa privada es la chica encomiable, mientras que la burocracia es la inútil e incapaz, la paleolítica y la retrógrada, pues la muestran peyorativamente como la tenaza estatal que aprieta los alambres que les impiden obtener sus ventajas económicas al margen del ecosistema, la moral y la ley; y no frenarán hasta concluir que el Estado debe soltar tal tenaza y abrírsele a la empresa privada. Es el mal uso público del poder político y económico; una provocación a la ciudadanía. Y jamás cabrá en la mesa de negociaciones un ministro que evidencie serios conflictos de interés, como tampoco caben testaferros de un tercero del que no se conoce nada destacable y que consigue una ventaja indirecta negociando el pago del 5 al 10% que saldrá de los bolsillos de los usuarios del servicio. Además, como dijo alguien, las concesiones a cambio de comisiones o asesorías son la prueba de que la corrupción está institucionalizada. Por su parte, el juez de la Audiencia Nacional de España, Baltasar Garzón Real, reveló que “está acreditado que 80% de la corrupción procede de la industria de la construcción, de la concesión de obras públicas, y aunado a ella, la corrupción política, la policial y la de las propias instituciones”.