La imagen cercana

“El fin de la política es asegurar la vida”. H. ArendtLa vivencia democrática posee dos ejes de coherencia que transversalizan la confluencia de opiniones

“El fin de la política es asegurar la vida”. H. Arendt

La política es un arte de escenarios. Por encima de las exigencias meramente asociadas al burdo ejercicio del poder, cuanto más complejo el escenario, mayor impacto poseen otros apremios de índole éticos y estéticos. La democracia es el mejor ejemplo de ello.

La vivencia democrática posee dos ejes de coherencia que transversalizan la confluencia de opiniones y voluntades; de un lado, un ethos cívico- político o sea la percepción de una relación gobernante-gobernado-ley equitativa; del otro, una estética de bienestar y  progreso efectivo. Cada  uno de estos constituye una sensibilidad particular en las distintas áreas que posee la participación  cívica. De tal suerte que  toda distorsión que se produzca en ellos, por separado o simultáneamente,  afecta la coherencia entre el perfil de ciudadano y su conducta, por así decirlo, la desarticula. Esa   situación en la correlación de significados y sentidos da lugar a una distorsión en las relaciones de gobernabilidad, desembocando, en algún momento, en la pérdida de legitimidad de todo el escenario.

Así pues, lo peor que puede pasarle a una democracia es perder a sus ciudadanos por la ineptitud de sus gobernantes. Nunca puede ser adecuado para la subsistencia de un escenario político que la participación cívica se vuelva una actividad  inútil y abominable.

Ha de entenderse que el mal actuar de un gobernante no es estructural a la democracia, sino solo circunstancialidad de vileza. La democracia no engendra al mal político. Lo que genera al mal  gobernante es el abandono de los ideales nacionales. Por ello no es adecuado reducir el acto de gobernar al simple ejercicio del poder. Gobernar es crear realidades para el futuro de la patria. No se gobierna para el presente.

Por encima de las circunstancias, el gobernante no ha de responder a la burda subsistencia en el poder, sino a la remozada vivencia de los ideales nacionales. Se gobierna para dar lugar a una voluntad cívica orgullosa de su país, capaz de percibir en el  bienestar evidente un  progreso irrefutable. En el buen gobierno no hay cabida para la vanidad del político.

Los pueblos requieren de gobernantes que definan y materialicen ideales, que den curso de su espíritu nacional. Responsabilidad siempre de los gobernantes, su descuido deteriora el orgullo patrio antes de estimularlo.

El mal gobierno incita así una época de excitación en el ánimo de los ciudadanos. La protesta callejera se convierte entonces en forma de participación cívica activa. En la calle se exige un ethos político, pues la imagen de justicia y la legalidad se encuentran desvirtuadas.

Aparece en la distancia lo que parce ser imagen de la recuperación del viejo ethos abandonado; pero cuando no es ya  más cercana, la imagen demuestra constitución de uno nuevo.

Lejos de ser un ciudadano tradicional, el  joven que levanta su voz es un nuevo tipo de ciudadano, que a través del desprecio y frustración sobrevive a sus expectativas incumplidas. En su  actuar  corporaliza  la ausencia de bienestar y progreso efectivo que el TLC prometió.

Volátil tanto como su voto, exacerbado como su ánimo, los nuevos ciudadanos constituyen una generación desencantada. Caracterizada por reacción desde una sensibilidad de deterioro, tanto como poseedores de mayor cantidad de información, son portadores de mayor frustración, pues enfrentados a la necesidad de asumir plenamente su existencia, no visibilizan aquella  promesa con la que crecieron como una realidad.

La imagen cercana es así la de un ciudadano que no añora la Costa Rica preneoliberal, pues ya no la visualizan en el rango de sus experiencias,  menos aún en el de sus vivencias. Para ellos, el civismo entendido desde el antiguo ethos político no es comprensible.

No interpretan relación gobernante-gobernado-ley desde el vínculo del presidente con su pueblo, sino desde la rendición de cuentas, los foros, comités cívicos y el plebiscito. Lejos de la exigencia del viejo ethos político, proponen uno nuevo: la resignificación de la democracia.

Resuelven así sus incertidumbres políticas  a través de la constitución de nuevas vivencias cívicas. Lo fundamental no le es la participación en el poder; sino el mantenimiento de la esfera pública como ámbito de opinión y discusión intensa.

Ante ello, el mal gobernante responde con la ímproba combinación de censura y vigilancia de la vida íntima. Esta es la dirección que sigue Costa Rica hoy en día.

 

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