La historia de Occidente ha estado marcada por la invisibilización de las personas con caries. Ya desde aquellos famosos lupanares del cine, en tanto testimonio cultural de la memoria identitaria de los “cariosos”, vemos a las prostitutas abanicándose constantemente para espantar el fétido olor de sus bocas putrefactas, producto de las mil caries que inundaban su dentadura. Esas pobres mujeres no eran dignas de una conversación dialógicamente horizontal, sino que siempre eran víctimas de una jerarquización establecida mediante una serie de parámetros de aliento.
Los tiempos avanzaron y con la llegada del Estado neoliberal, en los años 70 del siglo XX, las personas con caries, que no eran contratadas por las empresas y que, por ende, no producían plusvalía ni tenían capacidad de consumo, iniciaron bajo la simpatía de Milton Friedman la defensa de sus derechos.
Así, se rompió con todo el concepto de verdad clásica, o sea, ya el lenguaje no se concebía en correspondencia congruente o positiva con la realidad. Todo devino puro lenguaje. Toda realidad, toda biología, se definió como homogenizante. La Torre de Babel se hizo mundo, mundo neoliberal.
Repentinamente, el consejo de los expertos bucales se convirtió en un simple mecanismo ideológico, para la dominación de los cariosos, los cuales ocupaban diferentes clases sociales, pero que el discurso médico, odontológico, los había borrado del mapa político.
Mas hoy los cariosos de la “Generación M”, nacidos después de la caída del Muro de Berlín, exigen su espacio en la máquina de acumulación primitiva, que requiere explotar a todos y cada uno de nosotros para solventar los problemas de un capitalismo ya en fase terminal.
Los cariosos hacen marchas, creen que su cosa pública existe porque entre ellos, sus miembros, la han aceptado como tal. La academia, la UCR, se ha plagado de defensores de los cariosos. Academicistas sin capacidad, pero que recubren sus falencias intelectuales bajo kilos de títulos, dan “prueba deconstructiva” de que los cariosos siempre han existido entre nosotros (de ahí el servicio de la neohistoria), que las bacterias cultivadas en las bocas de estos grupos identitarios no dañan las válvulas cardiacas y demás argumentos. Simplemente el carioso es una muestra más de la diversidad cultural, dicen sus defensores. Este es un proceso identitario como cualquier otro. No se puede aplicar a ellos la noción de normalidad, de salud bucal, etc., porque no se pueden imponer patrones del grupo de los odontólogos a los cariosos. Eso sería un flagrante proceso de discriminación, sancionado por el Estado neoliberal, ya que se afectan los derechos de este grupo particular. Lo particular no puede estar sometido a un principio general de salud (con este argumento se siguen cercenando clítoris en África).
Por haber, hay programas para niños donde se magnifica el tener caries. Se dice que los niños deben crecer con tolerancia hacia estos grupos identitarios: Bob Carioso es la fábula de moda. Los concursos de belleza deben incorporar participantes con caries. El parlamento debe tener un mínimo de congresistas con caries. En los estadios de fútbol se prohíbe gritarle a los jugadores “sucio carioso”. Hoy, los no-cariosos se persiguen y se les incita a descuidar su dentadura. ¡Diosito guarde que hablen mal de los cariosos! Se les acusa de “misocariosos”. Los cariosos son intocables, superpoderosos; su particularismo roza la perfección identitaria.
Luego, cada grupo, con el pasar del tiempo, ha querido su espacio identitario. Así, aparecieron los “flatulentos”, los “come-mocos”, los “infecciosos”, etc. El Estado neoliberal hasta ahora ha logrado su cometido: divide y vencerás. Se ha creado un paraíso infernalmente discursivo de mil colores con un único pintor ganador, el capitalista.
Aunque sea hoy común tener caries, lastimosamente para los cariosos, eso no lo hace realmente sano, ni psicológica ni socio-políticamente hablando.